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El silencioso grito de Manuela (Cap XIII 4ta parte)

          


          Letizia, aturdida por las palabras de su madre, luchaba entre el horror y el miedo. Su    matrimonio tendría   que   terminar pero antes buscaría la forma de desenmascarar el rostro inclemente de Manolo a quien consideraba un    pobre infeliz   desmelenado    y ardiente.

Dejó a Antonio con Manuela y se fue a la calle con rumbo desconocido; quería evitar combates inútiles pero la situación, que aún ella ignoraba en su totalidad, la convertía en una persona irascible, furiosa y tal vez insana.

El dorado del otoño rodeaba el verde de las higueras que guardaban pasos ocultos mientras su cuerpo se encendía y la alejaba de los sacramentos redentores. ¿En dónde estaba parada y hacia dónde iba?

Por una calle cercana a la plaza de la Virgen y sus romerales, vio que se acercaba Manolo en su coche. Letizia llamó a un taxi y comenzaron a seguirlo por las avenidas de Barbastro como cazadores furtivos. El asombro fue mayor cuando ella vio que el auto que conducía Manolo se alejaba de la ciudad rumbo a Lacorta. Como hechicera de monte se cubrió la cara; el aire olía a cigarrillos turcos en medio de la carretera asimétrica.

Desde lejos, pudo divisar las blancas paredes de la residencia de Amadeo rodeadas de pérgolas, de fuentes y de escaleras de algarrobo. Tendría que encontrar fuerzas para enfrentar a su marido con esa mujer y decirles a los dos, con dignidad y apostura española, que ella era una dama y que lo sabía todo.

Se acercó al ventanuco iluminado por una vela flamenca y allí en el revuelo de las sábanas estaba Manolo y a su amante. Se llevó las manos al rostro y se desplomó sobre las piedras junto a una pecera de cemento. El taxista la ayudó a incorporarse y la llevó de regreso a la ciudad con el cuerpo helado y alterada por una confusión que le provocaba escalofríos y le quemaba la sangre.

Manuela, al verla llegar en esas condiciones, se dio cuenta de que su hija había descubierto el secreto que ocultaba Manolo. Ella ya lo sabía porque la sabiduría del alma y el estudio minucioso de los gestos de ese individuo ya se lo habían contado, sólo con significados.

Letizia seguía sin salir de su asombro después de aquel hallazgo. Recordaba las conversaciones que habían tenido semanas atrás, su persistencia en el amor y la obsesión de permanecer unidos al mismo tiempo que su desconsolada incapacidad para quedarse a su lado. Sin embargo, al margen de tantas conjeturas, lo que había visto era cierto. Manolo le entregaba la vida a otra persona, con su carga de inseguridades y de cinismo. Tendría que pasar del descreimiento a esa realidad, para ella, aberrante.

Lo cierto era que Manolo, con su vergüenza a cuestas y su destino confuso, no podía definir la situación. Caminó como un fantasma la distancia hacia la residencia y entró despacio sin hacer ruido.

Auque hubiera llegado vociferando, deshecho de tristeza y soledad, nadie lo hubiera mirado. Letizia se hallaba recostada observando el cielo raso, buscando su esencia y algo que la rescatara nuevamente del horror de la destrucción. Manolo se acomodó y los dos se quedaron horas, tal vez toda la noche; contemplaban el techo con los ojos vidriosos sin intenciones de hablar ni de escuchar.


El silencio era la prueba irrefutable de la existencia de aquel otro ser que los separaba. El corazón de Letizia, expuesto y vulnerable, latía despacio tan cansado como su cuerpo. No quería oír absurdas explicaciones, no le importaba la pasión de Manolo que se cocinaba a fuego lento en las cenizas del fogón de aquel hombre.

Al otro día, frente al pabellón de las hortensias, Manolo con la valija se despidió de Antonio. El niño lloraba; a Letizia se le destrozaba el corazón y se preguntaba cuánto dolor todavía tendría que padecer por los errores cometidos.

-Ese perejil tiene la carne hecha brasa, deja que esos vahos los respire otro, hija mía -dijo Manuela como una vieja santurrona que trataba de aliviar la furia en los ojos de Letizia.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Una mujer visionaria.

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