Letizia, aturdida por las palabras de su madre, luchaba entre el horror y el miedo. Su matrimonio tendría que terminar pero antes buscaría la forma de desenmascarar el rostro inclemente de Manolo a quien consideraba un pobre infeliz desmelenado y ardiente.
Dejó a Antonio con Manuela y se fue
a la calle con rumbo desconocido; quería evitar combates inútiles pero la
situación, que aún ella ignoraba en su totalidad, la convertía en una persona
irascible, furiosa y tal vez insana.
El dorado del otoño rodeaba el
verde de las higueras que guardaban pasos ocultos mientras su cuerpo se
encendía y la alejaba de los sacramentos redentores. ¿En dónde estaba parada y
hacia dónde iba?
Por una calle cercana a la plaza de
Desde lejos, pudo divisar las
blancas paredes de la residencia de Amadeo rodeadas de pérgolas, de fuentes y
de escaleras de algarrobo. Tendría que encontrar fuerzas para enfrentar a su
marido con esa mujer y decirles a los dos, con dignidad y apostura española,
que ella era una dama y que lo sabía todo.
Se acercó al ventanuco iluminado
por una vela flamenca y allí en el revuelo de las sábanas estaba Manolo y a su
amante. Se llevó las manos al rostro y se desplomó sobre las piedras junto a
una pecera de cemento. El taxista la ayudó a incorporarse y la llevó de regreso
a la ciudad con el cuerpo helado y alterada por una confusión que le provocaba
escalofríos y le quemaba la sangre.
Manuela, al verla llegar en esas
condiciones, se dio cuenta de que su hija había descubierto el secreto que
ocultaba Manolo. Ella ya lo sabía porque la sabiduría del alma y el estudio
minucioso de los gestos de ese individuo ya se lo habían contado, sólo con
significados.
Letizia seguía sin salir de su
asombro después de aquel hallazgo. Recordaba las conversaciones que habían
tenido semanas atrás, su persistencia en el amor y la obsesión de permanecer
unidos al mismo tiempo que su desconsolada incapacidad para quedarse a su lado.
Sin embargo, al margen de tantas conjeturas, lo que había visto era cierto.
Manolo le entregaba la vida a otra persona, con su carga de inseguridades y de
cinismo. Tendría que pasar del descreimiento a esa realidad, para ella,
aberrante.
Lo cierto era que Manolo, con su
vergüenza a cuestas y su destino confuso, no podía definir la situación. Caminó
como un fantasma la distancia hacia la residencia y entró despacio sin hacer
ruido.
Auque hubiera llegado vociferando, deshecho de tristeza y soledad, nadie lo hubiera mirado. Letizia se hallaba recostada observando el cielo raso, buscando su esencia y algo que la rescatara nuevamente del horror de la destrucción. Manolo se acomodó y los dos se quedaron horas, tal vez toda la noche; contemplaban el techo con los ojos vidriosos sin intenciones de hablar ni de escuchar.
El silencio era la prueba
irrefutable de la existencia de aquel otro ser que los separaba. El corazón de
Letizia, expuesto y vulnerable, latía despacio tan cansado como su cuerpo. No
quería oír absurdas explicaciones, no le importaba la pasión de Manolo que se
cocinaba a fuego lento en las cenizas del fogón de aquel hombre.
Al otro día, frente al pabellón de
las hortensias, Manolo con la valija se despidió de Antonio. El niño lloraba; a
Letizia se le destrozaba el corazón y se preguntaba cuánto dolor todavía
tendría que padecer por los errores cometidos.
-Ese perejil tiene la carne hecha
brasa, deja que esos vahos los respire otro, hija mía -dijo Manuela como una
vieja santurrona que trataba de aliviar la furia en los ojos de Letizia.
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