Una tarde, cansada de estar sola en
la residencia de Zaragoza, se fue para Barbastro con su valija y dispuesta a
quedarse con la familia. El misticismo de Manuela ya no la asustaba porque era
peor la soledad de los cuartos en una casona poblada de fantasmas. Cuando la
madre la vio llegar sintió que el mensaje había llegado a destino y la abrazó
tan fuerte como cuando era niña para protegerla de los extremos a los que el
temor solía llevarla para ajustar cuentas. En realidad, Manuela se aferró a
Letizia con ferocidad para atrapar nuevamente la infancia de su alma que no
crecería nunca. A su edad, se sentía hija de ella porque la necesitaba, aunque
sabía que Letizia vagaba entre el delirio y la verdad.
-¿Has vuelto o vienes de visita?-le
preguntó ansiosa con el delantal de cocina en las manos y la cara blanca llena
de harina.
-Regreso a casa pero no me
preguntes.
-Ese hombre insípido, ¿te ha lastimado?
-Deja el interrogatorio para
después porque las dos tenemos muchas dudas.
Julián, fuera de control, la
recibió con una ternura de viejecito melancólico tratando de reconstruir en
unos minutos toda una vida. Con cierta alegría le llevó la valija a la
habitación y luego desde el cincel miró a su familia reunida con nostalgia. Él
era un hombre muy sentimental que escapaba a los prototipos, una luz blanca,
clara, que huía de la oscuridad.
Letizia, después de una semana de
haber regresado, dio a luz al niño tan esperado a quien llamaron Antonio;
intentaron, con ese alumbramiento, comenzar una etapa feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario