Había
un silencio aterido a las paredes poblado de aleteos y de pisadas. El pueblo se
despertaba. Salvador se levantó, en el pasillo una sombra se esfumó delante de
sus ojos. Parecía caminar en círculos como marioneta de trastienda. Pensó en
Roberto y en sus ataques después de las borracheras nocturnas. Permaneció
inmóvil mirando aquella sombra amenazante que ya no estaba, pero que volvía
sobre sus pasos con la respiración caliente.
Susan
traía un plato con dulces y dos panecillos. El reloj daba las nueve.
−¿Va
a desayunar, señor?
−Sí
−dijo y la miró fijo porque le pareció envejecida como mulata antigua entre sus
tinajas de barro.
−Estoy
cansada, la fiesta duró hasta recién y no he podido dormir ni media hora.
−Pues,
ve a tu habitación. Ellos seguramente se levantarán tarde.
−Gracias
–respondió Susan y se perdió por el pasillo atiborrado de papeles, vajillas en
el piso, polvo y olor a cigarrillos.
Salvador
se sentía vacío y estéril. Se disponía a ir al patio a tomar un poco de aire
cuando vio a dos niñas descalzas que empujaron la puerta y volcaron frente a él
piñas maduras, plátanos y un canasto con pasteles.
−¿De
dónde vienen? − preguntó con ingenuidad.
−De
ningún lugar −respondieron y desaparecieron al instante por el camino de
baldosas rojas con toda la alegría de la infancia. Parecían reírse de él.
Se
estaba volviendo loco de verdad y no podía comprenderlo; su padre, con aspecto
de náufrago, le decía que se refugiase en la misma muerte para vivir.
Los
ojos se le humedecieron de llanto; antes de verse a sí mismo en una sala
mortuoria con tonterías escritas en las palmatorias prefería ahogarse en un
lodazal. Tenía que ignorar sus propios pensamientos para descartar los otros,
los más peligrosos.
La
casa había perdido la tranquilidad. Al descubrir la pasión de Dolores que, en
definitiva, nunca fue un secreto: el dinero, Salvador necesitó desahogar ese
tormento pero no sabía cómo… Ya era tarde para rectificar errores. Pensó en
refugiarse en su trabajo como un autómata, para él todos eran personajes de
circo: bailarinas con cuerda, monos acróbatas y payasos tamborileros que nada tenían ya para aportar a su
existencia.
−Pobre
niño −dijo por lo bajo pensando en Guillermo a quien amaba mucho−. Serás feliz
porque eres diferente.
Así
pasó la tarde de domingo Salvador Ferrer, vencido por el dolor de no tener más
que dinero para ser dichoso. En la penumbra de su cuarto parecía un espectro
del pasado con el corazón en cenizas. No había nadie en la casa. Ese presidio
le decía, tras esos muros que había construido con tanto amor, que era un
hombre valiente y que había que desatar los hilos, mirar hacia adelante y
caminar. El rostro se le humedeció como cuando falleció su padre y sólo
entonces comprendió que debía cumplirse la sentencia.
Pasaron
tres meses.
Un
mañana de lunes, Dolores fue a la habitación de Salvador porque todavía no se
había levantado y tenían que llevar a Guillermo al colegio.
Se asomó despacio por la puerta que estaba entreabierta. Él tenía los ojos abiertos. Para Dolores era como un muerto, de esos que aparecen en los sueños. Apartó a Guillermo; le dijo a Susan que lo acompañara al colegio y rápidamente llamó a Roberto. Mía se había quedado a estudiar en la casa de una amiga.
−¡Roberto,
hazme el favor de levantarte! ¡No puedo sola con esto! −gritó Dolores
desesperada.
−¿Qué
pasa, por qué me despiertas tan temprano?
−Creo
que tu padre está muerto −le dijo a Roberto con cierta desconfianza en sus
ojos.
Entraron
al cuarto como dos inspectores de policía a buscar respuestas a los enigmas,
sin sentir culpas.
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