Todos
lloraban menos Dolores y Roberto que
parecían relajados y con deseos de apurar los acontecimientos para borrar las
huellas, si quedaba alguna que podría considerarse sospechosa.
Para
la gente del pueblo y para la familia Salvador Ferrer se había suicidado a la
misma edad que su padre cuando falleció por aquellos años de su juventud.
Situación que Salvador jamás pudo superar.
Úrsula,
en su vieja casa, al observar los rostros, sus nietos y el rumor del viento, se mantuvo en silencio. De pronto pareció que
una nube tormentosa empezó a cubrirle la mirada, como cuando uno trata de
recordar a alguien que ya no está o que se encuentra remotamente olvidado.
Sentía que estaba lloviendo sobre su corazón pero a nadie le importaba. No
tenía dónde ir a llorar a su hijo. Tal vez, la iglesia era el mejor lugar.
−¿Por
qué lo mataste, al menos me hubieras consultado? −le dijo Roberto a su madre al
otro día cuando empezó a sentir ese vacío que dejan las ausencias.
−¡Yo
no lo maté! Qué dices, se suicidó.
−A
mí no me engañas, fuiste tú porque ya venías anunciando desde hace tiempo
posibles estrategias para que yo pudiera tener mi dinero. ¿Te acuerdas? No te
juzgo, te puedes quedar tranquila. Sé que una madre da la vida por sus hijos.
−Yo
no he sido. Sigo pensando que se ha suicidado porque no soportaba las
presiones. Él siempre fue un hombre demasiado recto.
−Lo
mataron, si tenía una bala en la nuca.
−Entonces,
fuiste tú −le contestó Dolores a Roberto.
−¡No!
¿Cómo se te ocurre?
−¿Por
qué no? Hijo, yo te amo y te protegeré siempre. Si es necesario confesar que lo
maté, lo haré pero no debemos alejarnos de nuestra hipótesis de suicidio. Así
dejaremos todo tranquilo y nuestra imagen quedará limpia.
−Tú
crees que estamos limpios, que este pueblo mediocre piensa que somos víctimas
incomprendidas y en duelo.
−Tienen
que creerlo, así será.
Dolores no tenía una cultura demasiado amplia
ni versátil. A duras penas había logrado concluir lo que se llamaba ciclo
primario porque era muy rebelde y nunca demostró interés por los contenidos de
la enseñanza.
−Tengo
que contarles algo −dijo Susan de repente−. El revólver que estaba al lado del cuerpo no
era el que llevaba siempre el señor, el que guardaba en la caja de seguridad.
Humildemente, pienso que no se ha suicidado.
−¡Cállate!
−gritó Dolores−. Es que no alcanzas a entender todavía. No importa si era o no
el revólver. Tenemos que ocultar todo esto, limpiar la imagen y tratar de no
despertar sospechas de ninguna naturaleza. Tú dirás que se suicidó. ¡Verdad!
−Sí,
señora.
−Ahora
ve a la cocina y no repitas ninguna palabra de lo que escuchaste.
Tanto
Dolores como Roberto creían que a Salvador lo habían matado y que alguno de los
dos había sido aunque ambos lo negaban.
−No estoy escondiendo nada. Simplemente resulta que tengo un montón de suposiciones que no encajan entre sí −dijo Roberto.
−No
importa. Nosotros seguiremos nuestra vida como hasta hoy y con el tiempo la
muerte de Salvador será un recuerdo. Él estaba enfermo, se sentía perseguido y
no era feliz. Tú no te preocupes que yo soy tu madre y daría la vida por ti, no
tienes de qué preocuparte, mi querido.
−Es
que yo no lo maté −contestó Roberto al borde de las lágrimas.
Su
madre lo vio quebrarse y se le partió el corazón. Nunca había sentido tan de
cerca la desesperación de su hijo y menos su llanto. Lo abrazó fuerte y ambos
se quedaron un rato en silencio. Dolores estaba convencida de que había sido
Roberto que, cansado de la rigidez de un padre intolerante, lo había matado
para acabar con la marginación, el sufrimiento y la sensación de falta de oxígeno.
Roberto creía que había sido ella para salvarlo del autoritarismo de Salvador.
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