En los últimos
tiempos se la veía vagabundear por los sembrados con el vestido gris de lana,
encorvada y con bastón, llevaba un pañuelo en la cabeza y todavía su piel olía
a Violettas de Parma.
Melanie entró con
François al cuarto de su madre, ella estaba con su hija Justina y algunos
bisnietos. La luz de la lumbre brillaba delante de sus gafas e iluminaba los
surcos del rostro. El cuerpo pequeñito se inclinaba hacia delante y perdía el
control. Melanie le habló despacio y la preparó para darle la noticia;
Francisca, con la delicadeza de una dama, levantó los párpados y lo vio a él
parado frente al sillón. Sintió el alboroto del infierno y esa imagen le
perforó el corazón.
François, para ella,
era Juan José, su esposo muerto. Quiso levantarse de la silla de ruedas para
abrazarlo y decirle que lo amaba, pero se hallaba rígida por la artrosis que le
paralizaba los miembros inferiores y por la secuela que le dejó un infarto
cerebro-vascular. Melanie trató de consolarla y de hacerle comprender que ese
hombre no era su esposo pero su paciencia no logró calmarla; era evidente, que
doña Francisca había caído por un precipicio achispado por alguna medicina que
la obligaba a un acto reflejo producto de excitaciones no percibidas por la
conciencia, luego deliraba con conflicto con su yo interior. Eran inútiles los
esfuerzos que todos hacían para que ella pudiera estar mejor. Se acababa su
genio marcial de paisana refinada y sobria, ya nada quedaba de la mujer que
decidió dejar su país para salir a defender la dignidad. La luz se apagaba…
Francisca se iba con la idea de haber vuelto a encontrarse con su compañero en
la figura patriótica de François du Champ.
El cuarto quedó
dormido en su letargo después que se retiraron perturbados por la situación.
Una auténtica madre todavía se amarraba a su trono si perder el honor y la
casta.
Con esta historia
doña Francisca volvió a cerrar el arca donde guardaba los trajes, las corbatas
y las lágrimas; ya no se acordó de él y condenó a quien quisiera tocarlo,
porque ella creía que Juan José vivía y que había vuelto para llevarla a
conquistar nuevos sembradíos.
En 1891, Rosario fue
sede de
Mientras tanto, el
gusto por la comida francesa fue desplazando a los platos típicos: humita,
locro y mazamorra. El chiripá desapareció y sólo lo usaban los trabajadores del
puerto. Los hombres cultos practicaban pelota vasca, los ingleses jugaban al
fútbol con algunos criollos y en los suburbios predominaban el truco, la taba,
las riñas de gallo y las corridas de toro.
La opereta tenía
gran aceptación y las funciones se hacían a teatro lleno. Eran recurrentes las
visitas de las compañías españolas e italianas y en menor medida inglesas y
francesas.
Melanie soñaba con
las marquesinas, los actores y los claroscuros de algún pintor bohemio:
Leonardo da Vinci, Tintoretto, Murillo… Pero no tenía espacio porque el rumor
del bebé en su panza de ocho meses le decía que tenía que esperarlo a él que
vendría sin demora. El niño no sería un hijo más de su numerosa prole, era un
eslabón que la unía con su amado François: hombre que eligió Dios desde la
eternidad para alcanzar la gloria a través de su gracia.
Doña Francisca no pudo conocerlo porque el Supremo se acordó de ella una tarde de alondras, colibríes y palomas. La lluvia ahondaba los huecos de los caminos entre pasionarias y ortigas mientras la muerte buscaba los desniveles para arremeter con la paz. El corazón de la noble anciana se detuvo en la penumbra de la habitación en compañía de sus hijas Justine y Caroline. Nadie pudo evitar los estragos de la vejez que la llevó hacia el final de acústicos mensajes, voces de poetas y la presencia de su madre. Los ecos fueron como palabras pronunciadas por Victoria Dunoyer cuando los años disfrazaron a Francisca de niña y pusieron en su boca una sonrisa con música. Ella la llamó en su último suspiro.
En el recuerdo quedó
la mirada azul de aquella pionera y su rostro de tiza marcado por el pañuelo
gris. Melanie vio su aura en la taza dulce de café, en el naranjal maduro o en
el pastel de cumpleaños. Sintió el aroma
de su perfume Violetta de Parma
impregnado a las paredes de la alcoba, en las cortinas y hasta en el pelo de su
perro Michelle.
Se sonrojaron esas
vivencias ante el advenimiento de un nuevo siglo y algún acertijo llamó a un
ilustre pensador que se dejó llevar por los ideales, por el carmesí de unos
labios y por el último modelo de carruaje.
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