Susan
se quedó sola en la casa totalmente abatida. Sabía muy bien que aquel revólver
no pertenecía al señor y eso le provocaba incertidumbre y angustia. Temía estar
frente a los asesinos conviviendo en esa misma casa. Sospechaba, por el accionar
de Dolores y de Roberto, que todo quedaría oculto si el señor llegaba a morir.
***
−¿La
esposa de Salvador Ferrer? −preguntó el médico.
−Soy
yo −dijo Dolores.
−Su
marido se encuentra en estado vegetativo, tiene muerte cerebral. Ya nada se
puede hacer.
−¡No!
−gritó Dolores tratando de dar aspecto de esposa acongojada.
−No
lo sepultaremos sino que tendremos que contactarnos con el oficio de cremación
lo antes posible –agregó apurado Roberto.
−Sí,
sí −contestó Dolores sin tener noción clara de lo que pasaba, de los
formalismos que se requieren ante tales circunstancias. Repetía, todo el
tiempo, que Salvador se había suicidado.
Guillermo
y Mía se hallaban en la casa de Úrsula,
la abuela. No sabían nada de los acontecimientos, pensaban que Salvador
volvería a la casa en cualquier momento y que todo quedaría reducido a un
simple susto. Un juego siniestro, un descuido al manipular el arma. Úrsula
recordó a su marido, el padre de Salvador, quien solía hacerlo como tratando de
desafiar a la muerte.
−La
vida no es gratis. Todo se paga. Ella nunca me gustó; era, de joven, como una gata.
El pueblo lo sabía; los hombres desfilaban para verla desnuda detrás de los
postigones de su casa.
−¿Qué
se puede hacer ahora?
−Pues,
nada −dijo Pilar−. Ya es tarde, sólo nos quedan las lágrimas. Ojalá que mi
hermanito se recupere; no me va a alcanzar la vida para sentir culpa por
haberlo descuidado. Él no estaba bien. Se abandonaba como una hoja de otoño en
el agua de un charco.
Un
par de horas después, Dolores y Roberto ya habían hecho los trámites para la
cremación. Bastaba mirar a los ojos para saber que Roberto sentía indiferencia
por su padre o desamor, y no hay persona más peligrosa que aquella que no teme
perder nada. Salvador había fallecido y él y su madre eran libres… o no. Quizá,
ahora comenzaba el verdadero calvario y esa prisión de puertas abiertas:
hostil, ficticia y abrumadora.
La casa, una antigua construcción de principios de siglo, con techos altos y columnas de hierro estaba oscura y silenciosa. Úrsula se sentó en el sillón de esterilla junto a sus nietos. Mía tenía los ojos brillantes como si estuviese a punto de llorar y se esforzase por contener las lágrimas, Guillermo sentía deseos de huir en busca de su padre.
Dolores
abrió la puerta y con tono solemne y voz quebrada les dijo lo sucedido:
−Papá
se ha ido. No pudimos hacer nada, él así lo quiso.
−¡Mentiras!
−gritó Guillermo.
−Eres
muy pequeño para comprender a los grandes y sus conflictos internos –lo consoló
Pilar con un abrazo.
Úrsula
parecía desplomarse ante la noticia. No podía mirar a la cara a Dolores porque
la odiaba.
−Tendrán
que irse, quiero rezar antes de que traigan el cuerpo de mi querido hijo.
−Es
que no hay cuerpo, suegra.
−¡Qué!
−Disculpe
sé que es muy fuerte para usted por su edad, pero Salvador así lo pidió una vez
y nosotros cumplimos con su último deseo de cremarlo y arrojar sus cenizas en
los terrenos linderos a la iglesia.
−¡Ya
hicieron eso sin preguntar y sin pedirnos opinión, tengo entendido que hay que
esperar. Nosotros lo amábamos! ¡Por qué!
−Porque
cuando alguien se suicida, él mismo decide y da las órdenes.
**
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