MELANIE
Y FRANÇOIS
-1890-
El Dr. Miguel Juárez
Celman, gobernador de Córdoba, fue apoyado por el general Roca y por los
ministros provinciales en las elecciones presidenciales de 1886. Casi no había
oposición al partido oficialista de modo que triunfó en los comicios.
Sin embargo, una
fiebre de riquezas invadió el país; el gobierno daba ejemplo de inmoralidad
política, los puestos públicos bien rentados se multiplicaban en forma
sorprendente.
Juárez Celman
renunció el 8 de agosto de 1890.
El vicepresidente Dr. Carlos Pellegrini se hizo cargo de la primera magistratura hasta finalizar el período constitucional de 1892 y trató de salvar la crisis económica que había provocado la caída de su antecesor.
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Melanie estaba
molesta con su caballo percherón que no quería caminar en la acera de enfrente,
había ido a llevar los quesos, que ella y sus empleados fabricaban, a un
comercio de la zona. No podía perder tiempo, los peones esperaban sus órdenes
en el campo y debía vigilar los movimientos y proteger la fortuna. Cerca de
allí había una cuadrilla donde un grupo de personas discutían sobre los
beneficios de una u otra cosa, sin advertir que la mujer estaba en aprietos.
Elemir y
François escucharon su verborrea y se
acercaron; no sabían cómo comenzar a entenderse porque querían ayudarla a salir
del apuro. Ella levantó la vista y sintió algo inexplicable, una sensación
extraña donde la magia se mezclaba abruptamente con la realidad porque la ropa
de coronel la impresionó muchísimo.
François la miró
desde la profundidad de sus ojos negros y le preguntó, en un dialecto mezcla de
castellano y francés, si necesitaba auxilio; ella dilapidó su energía reprimida
y festejó hasta quedar exhausta porque
había encontrado a alguien de sus tierras.
Elemir y François se
fueron en la carreta esa tarde de marzo, un otoño cálido que los envolvió cual
manto con lana de ovejas. No tuvieron que pedirle trabajo, ella era demasiado
perspicaz y supo, desde el primer momento, que esos extranjeros la necesitaban.
Cuando llegaron a la estancia se encontraron con un paraíso, allí había de
todo: árboles frutales, hectáreas de campiña para recorrer al trote, plantas,
aves exóticas (pavos reales, faisanes de Amberst y hasta un cisne negro) y
pilas de libros en la biblioteca que tapizaban las paredes.
Los hijos de Melanie, que ya eran grandes, tenían el confort que ella les podía dar debido a su posición acomodada. Era propietaria de los campos y del capital; la familia estaba orgullosa porque siempre supo que lo lograría, ya que llevaba la sangre de su madre Francisca Dunoyer Bourdet.
Los nuevos empleados
se mezclaron con los demás y de a poco aprendieron el oficio y lograron hablar
castellano. No fue fácil para ellos adaptarse al modelo de vida, pero sintieron
en ese hogar el calorcito de una taza de café cuando el hielo del invierno
apretó sus huesos y la mano femenina que les brindó confianza. François
encontró un lugar tibio donde abrigarse con la niebla de su pipa para soñar con
el amor que hasta ese momento no conocía, por haber estado con el pensamiento
puesto en las carencias de los demás y en las obligaciones que el ejército le
demandaba.
Elemir parecía un
gaucho autóctono con el mate en las manos, enfundado en las botas y con las
rastras a cuestas se lo veía todas las tardes recorrer los establos, el campo
abierto y los alambrados. Era un verdadero criollo que no se retraía ante el
acecho de los indios y estaba preparado para azotar plagas, su aire cabrío lo
transformaba en un personaje lleno de hidalguía similar a aquel Quijote de Cervantes. Tenía una gran
virtud para adaptarse a los cambios, era frágil y manejable, demasiado gracioso
y personal.
La esclavitud que
sentía François en la casa lo preocupaba porque era enorme el dominio que
Melanie ejercía sobre él, si bien la admiraba por su valentía igual que la
gente del lugar, había cierta complicidad entre ambos que se frenaba por los
límites y por una cortesía casi absurda. Existía una barrera; sin embargo, la
amistad no tenía vallado.
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