−¿Cómo
está, usted, señor? −le preguntó Susan a Salvador al verlo tan bien vestido.
Era otro hombre.
−¿Tengo
razones para estar bien? Pregunta tonta −le respondió enojado.
−Tiene
que estar bien por Guillermo.
−Seguro,
pero no me lo tiene que decir usted −dijo con el ceño fruncido.
La
familia llegó a la iglesia que se encontraba llena de gente; la ceremonia ya
había comenzado. Guillermo entró por el lateral derecho junto a los otros niños
y Dolores y Salvador, en fila y contrariados, rápidamente por la otra puerta.
Todo el pueblo había asistido a la misa de confirmación y hasta la abuela
Úrsula estaba tocando el órgano junto al altar.
Salvador,
al pasar frente a una columna, se sobresaltó… Allí, parada, estaba ella: Clara.
Ese amor que tuvo en su juventud y que abandonó por su capricho sexual. Ella
era completamente distinta a Dolores, una joven fina y educada, sobria en sus
modales, tierna y dulce, mientras que su esposa era ese tipo de mujer que
deslumbran y que todo hombre, que es exhibicionista, le agrada mostrar a los demás
como un trofeo. Sólo que después de treinta años de aquella Dolores ya no
quedaba nada y Clara seguía siendo la misma joven angelical y bella.
Ella
lo miró con el mismo amor y tristeza que el día en que se alejaron para
siempre. Parecía haber quedado detenida en las horas aquellas de su
adolescencia, estaba igual o más bella; a Dolores, en cambio, el tiempo la había
castigado en demasía. Salvador se olvidó un poco de Guillermo para mirar a
Clara que no dejaba de observarlo con sus ojos oscuros; ese halo de soledad que
siempre tuvo y que transmitía le llegó al corazón como una daga. Sintió
arrepentimiento, culpa y vergüenza.
Ella
se había quedado soltera esos largos treinta años, con la angustia de no saber
el porqué del abandono. Se notaba que todavía sentía amor por él, pero también
no podía negar que la situación resultaba absurda e irreal. Clara era una mujer
demasiado espiritual, pero se hallaba herida. Tenía un ahijado que tomaba la
confirmación en esa misma iglesia. Debía esconder ese rostro que la delataba
para acompañar al niño que la estaba esperando.
Salvador
se acercó al altar. Cuando terminó el acto fue a saludar a su madre y le sacó
algunas fotografías a Guillermo mientras Dolores conversaba con algunas
conocidas.
Clara,
en el atrio, a punto de marcharse, no dejaba de mirarlo con curiosidad,
ternura, tal vez con cierto resentimiento o con un dolor crónico que llevaba la
vejez de todos esos años. Ella creía que los amores, cuando son de verdad, no
se olvidan y Salvador había quedado grabado a fuego en su corazón. También
observó, con detenimiento, a Guillermo y le sonrió…
−Me
voy porque mi padre está solo −le dijo Clara a su familia−. Lamento no poder
asistir a la reunión.
−Nosotros
entendemos, gracias por venir −le respondieron con amabilidad pues conocían los
sufrimientos que Clara había pasado en la vida. Le tocó cuidar a sus padres
sola ya que era hija única. No tuvo tiempo para encontrar el amor, para
casarse.
Se alejó con su auto de aquella iglesia; nunca
se había sentido cómoda en esos sitios aunque se educó en un colegio de monjas.
Ella creía que Dios no la había acompañado nunca y que jamás le había
demostrado su existencia. ¿Cómo creer en alguien que no daba señales? Solía
rezarle a su madre para pedirle abrigo y sanación. Clara era una mujer buena, pero llena de heridas.
Salvador
miró hacia el atrio y vio que ella ya no estaba allí. Sus ojos recorrieron la
santa iglesia de paredes pintadas con cal y, sin perder tiempo en formalidades,
se fue rumbo al coche. El vacío de su alma se había transformado en un abismo.
Dolores y Guillermo venían detrás tratando de alcanzarlo.
−¡Te
volviste loco! −gritaba Dolores−. ¿Qué
te pasa?
−Estoy
ansioso, no escondo nada. Simplemente, resulta que tengo un montón de nervios
acumulados. No le encuentro sentido a algunas cosas.
−Harta
me tienes con tus estados anímicos, con tu paranoia.
−Yo
estoy cansado de ti y no digo nada −respondió Salvador molesto.
−¡Basta de pelear! −gritó Guillermo.
En
la casa los estaban esperando los invitados. Guillermo se encontraba feliz y eso
a Salvador lo emocionaba mucho, aunque decidió recluirse en su cuarto y dejar
que ellos pudieran disfrutar de la jornada pues no se sentía con ánimos para
festejos.
“Cuando
uno está mal, ve a los demás como egoístas”, pensó.
Se
durmió aferrado a los recuerdos y con la imagen de Clara en su memoria. No la
amaba pero creía que, tal vez, si se hubiera casado con ella todo hubiera sido
diferente. Tenía miedo pero no sabía bien a qué y se le encogía el corazón al
pensar que podría dejar la casa y su negocio. Sin embargo, por una inexplicable
razón, se creía eterno.
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