4-ÁGUEDA
Conrado,
después de dejar en su casa a Elena Aldao, a quien despidió con un beso en la
mejilla, pensó en irse como siempre a recorrer la ciudad nocturna. Todavía era
demasiado temprano y aquella mujer enigmática lo había dejado impresionado. A
tal punto que decidió ir a la casa de su amigo Fermín Olivera. Seguramente,
estaría leyendo en la planta alta de su mansión de Belgrano y Sarmiento. Con él
salía todas las noches, pero esta vez le había comentado que tenía que llevar a
su familia a la ópera. Lo invitó para deshacerse un poco de Elena, pero no
quiso. No le gustaba mucho ir al teatro rodeado de mujeres que hablaban mal de
otras. Es que así eran; a los hombres no les importaban las cosas triviales.
Llegó
a la mansión, pero la luz estaba apagada. Entonces, le dijo al cochero que
volviera para su casa. Se iría a dormir temprano pensando en una cabellera
rubia y en unos ojos oceánicos.
Se
paró en seco al presentir que no estaba solo en el comedor. Había alguien en la
cocina. ¿Tomasa? Quizá, estuviera preparándole algún brebaje a su madre. Tal
vez, la criada estuviera enferma. Conrado irrumpió en la estancia, ansioso por
saber si algo marchaba mal.
Al
débil resplandor de una vela y del fuego escaso de la chimenea, vio a Nieves.
Se encontraba abrigada con su chal y con una taza de té en las manos.
−Soy
yo, no te asustes.
Conrado
avanzó hasta que el resplandor dio de lleno en su rostro.
−¿Qué
haces acá sola?
−Estuve
tomando un té con mamá, pero ella se fue a descansar. Yo me quedé pensando, es
bueno estar sola con el silencio. A veces, se encuentran las respuestas.
¿Quieres té o café?
−Café.
−Qué
bueno que regresaste temprano, hermanito. A mamá le hace mal que estés de
fiesta todas las noches por esas “calles de Dios”.
−Me
divierto un poco. La vida es corta y soy muy joven. Ya va a llegar el día que
tenga que quedarme dentro de casa con hijos chillones y una mujer obesa.
−¡Oh,
qué feo! ¡El matrimonio no es eso!
−¿Tú
sabes? ¿Y qué es?
−El
amor que se desborda…
−¡Qué
romanticismo que me empalaga, propio de las mujeres-niñas como tú! ¿Qué me
dices de ese tal Andrés?
−Nada.
Es el primo de Elena.
−¿Y
te parece guapo? −le preguntó tomando el café que acababa de servirle.
−No
sé. A mí me enamora otra cosa: el carisma, la conversación, la seriedad, la
cultura… Si lee libros y si le gusta poco salir. Tú no serías novio mío, seguro
–le dijo con una sonrisa.
−No
sé a quién te pareces. A nuestro padre. Él siempre fue de una sola novia. Por
eso es tan severo.
−Ve a dormir, hermanito. Hasta mañana.
Conrado
se quedó solo en la cocina mirando la luna por un costado de la ventana, donde
la cortina se hallaba corrida. Hizo millones de conjeturas sobre la mujer
maravillosa que acababa de conocer. Tendría que buscarla y su amigo Fermín lo
ayudaría. Pero, ¿cómo? Hasta ahora, en todas sus salidas no la había visto
nunca. Quizá, estaba casada con ese hombre que parecía más un agente de
seguridad que otra cosa. Como si ella fuera una actriz exitosa y tuviera
demasiados hombres alrededor que la cuidaban para que nadie la atropellara.
¿Sería una famosa?
Conrado
se fue para el cuarto y cerró con llave. Miró otra vez la luna por la ventana y
el romanticismo de Nieves, tan cursi para él, le vino al alma y le apretó el
corazón. ¿Eso era amor? Si lo era, en verdad no lo conocía y se parecía mucho a
lo que su hermana le había contado. ¡Qué tonto! No sabía nada de aquella mujer
fantasma; no podía amarla. Eso era un absurdo total.
−¿Conrado
estás ahí?
−Sí,
madre.
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