Guillermo
y Mía no le dieron importancia porque un perro les gruñó rencorosamente y los
obligó a desviar el camino.
−Mira…
quiere morder al que está allá arriba.
−Aquel
es como Dios.
Solos y tristes besaron la fotografía de
Salvador y le colocaron las rosas rojas que se mezclaron con otras blancas que
alguien había puesto en el lugar antes que ellos. Respetaron la voluntad de
algún desconocido que estimaba a Salvador y que creía, inocentemente, que se
encontraba sepultado en ese lugar.
Guillermo
se sentía otro, ya no recordaba bien algunos episodios compartidos con su
padre. Era curioso, pero ahora que estaba allí se le hacía más larga la
distancia que lo separaba de él. Tal vez, su madre tenía razón. Otros pensamientos
venían en primer término a su memoria: la escuela y los juegos, sus amigos.
Todas esas cosas, pensó, se le presentaban con luz propia y el pasado le
pareció rodeado de una remota neblina. Aquella tumba solitaria y hueca no le
decía nada como si hubiera adivinado la verdad que se le ocultaba por ser pequeño
para entender ciertas cosas.
Dolores
seguía atormentada con la idea de que Roberto había matado a su padre y que
debía protegerlo. Se estaba volviendo paranoica como Salvador en su momento y a
menudo sentía deseos de huir. La muerte de su marido, lejos de aliviarla, la
atosigaba con su cruel manera de demostrarle su incoherencia. Todo resultaba
ser muy confuso para ella y eso ya se estaba transformando en un delirio
mental.
−Señora,
disculpe, pero a mí me parece que tendríamos que buscar el revólver de su
esposo porque el arma que estaba junto al cuerpo no era la que yo vi una vez −le
dijo Susan.
−No,
no −contestó Dolores−. Deja todo como está.
No
quería hacer conjeturas. ¿El arma era otra? Bueno, tal vez, Roberto decidió
cometer el crimen con un revólver prestado.
Susan,
a espaldas de Dolores, buscó por todos lados pero no pudo hallarla. Le
resultaba raro el hecho de que había desaparecido cuando Salvador siempre la
llevaba encima por temor a algún desmán. ¿Quién se la habría llevado? La
policía, por una extraña razón, no volvió al lugar. Quizá, encontraron las
huellas de Salvador en el revólver que retiraron del cuarto dentro de una
bolsa.
Estuvo
una semana en cama con fiebre. No sabía bien dónde iba aquella tarde del
accidente, había perdido parcialmente la memoria a causa del desconcierto y del
hecho de haber estado tantos años en lucha con un marido al que parecía odiar.
Dolores
se hallaba sola en la sala poblada de espíritus que le suspiraban pesadamente
en sus hombros. Caminó sin rumbo por el largo pasillo y entró al cuarto de
Salvador, cerró la puerta con llave y comenzó a revisar los armarios y los
postigones de las ventanas. Entonces fue cuando vio, clavada con una aguja en
la repisa del baño, una hoja de papel con un signo de interrogación.
“¿Qué
significa esto?”, pensó y la examinó a la luz de la lámpara. Ese papel se
convirtió en algo amenazador, ofensivo, sin explicación lógica. Aguardó diez
minutos. Empezó a sentirse cansada. Los hijos le molestaban, un niño lloraba a
la distancia, escuchó una voz que le decía:
-Descansaremos en la paz de la tierra que nos
dio el ser.
Se
tapó los oídos y alguien la abrazó con ternura, era Roberto que había regresado
después de un viaje. Estaba gastando mucho dinero y eso Dolores no lo sabía,
aunque debía suponerlo por los lujos que se daba y que en vida de su padre
jamás hubiera podido alcanzar.
−No
te tortures más. Yo nunca diré que mataste a papá, lo prometo, lo juro.
−Es que yo no fui Roberto. Estoy mal por ti, ¡es por ti! −gritó−. Tengo terror a que te descubran, a que vayas preso como un asesino más, pero necesito oxígeno porque me asfixio. Deseo romper estas ataduras, que tú confieses porque voy a perder el control en cualquier momento.
−¡Yo
no lo maté, mamá!
−¡Sí!
Dolores
no le creía a Roberto porque necesitaba escuchar la verdad de sus labios para
poder ayudarlo mejor. A él, sin embargo, parecía no importarle la opinión de su
madre y menos la de la gente.
A
última hora de la noche, llegó Mía de la calle.
Mía
tenía todo el brazo tatuado. Cuando vivía Salvador, él no le permitía ese tipo
de cosas porque consideraba que eran agresiones al cuerpo que venían de un
cerebro que no estaba bien; le gustaba que su hija fuera elegante y fina porque
así él la quería ver.
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario