Ambos
no podían escucharse pero comprendían el lenguaje del amor y del silencio, el
error, la falsedad y las tribulaciones de la vida. Se encontraban perdidos
frente a una realidad y a un muerto que los unía más que nunca y que les dejaba
toda la libertad, aunque en el fondo sabían que esa misma libertad era un
espejismo.
Salvador
se había suicidado.
Se
acostumbraron a vivir con esa hipótesis y la familia, separados de Úrsula y de
Pilar, siguió su rumbo. Roberto se ocupó, como él tanto lo deseaba, de los
negocios de Salvador y Dolores de los de ella. Parecían autómatas. Roberto,
cuando se sentía más animado, se levantaba al alba y se iba a caminar por los
campos cercanos al cementerio igual que lo hacía Salvador. Veía gris aquel paisaje,
una rara niebla ocultaba el río como un sudario. Llegó a pensar que esa
realidad era increíblemente absurda para él. Su madre, por el amor que le
sentía, había matado a su padre y lejos de aliviarlo le pesaba como una cruz
sobre sus espaldas.
Dolores,
en su delirio de protegerlo, no dejaba de pensar en el horror de la muerte y de
cómo un joven, por más diferencias generacionales que tuviera con su padre,
hubiera llegado a ese límite.
“Viuda”,
pensó.
Sí,
lo era. Un presente nublado por la pesadilla que en nada se parecía al paraíso
que habían soñado. El pueblo los repudiaba, la gente los señalaba… nadie quería
saber nada de ellos.
−Mamá
quiero ir al cementerio a ver a papá −le dijo Guillermo una tarde.
Es
que Dolores, en su locura, había comprado un nicho y había colocado la foto de
Salvador para que Guillermo creyera que su cuerpo se hallaba en ese lugar. No
quería decirle lo de la cremación. Sin embargo…
−Niño,
tienes que hacerte la idea de que tu padre no está allí. Convéncete. Ya no me
mortifiques con eso.
−¡Le
diré a la tía Pilar que me acompañe! −le gritó.
-¡Haz
lo que quieras!
Guillermo
sufría mucho por la ausencia de Salvador y necesitaba ir a visitar aquella
tumba. Solía llorar por las noches cuando miraba su retrato porque se sentía
muy solo.
−Lo
iremos a visitar, Guillermo −le dijo Mía−. No llores, tienes que ser fuerte
como papá lo fue cuando el abuelo falleció y él tuvo que mantener a su familia.
−Pero
él era grande.
−No
tanto, tenía quince años como yo −contestó Mía.
−Bueno,
entonces tú tienes que ocuparte de mí porque mamá y Roberto ni me miran, me
dejan siempre solo. Quisiera ir a vivir a la casa de la abuela.
−No,
ella es muy mayor y ya no puede con sus amarguras desde que murió papá. Yo, tu
hermanita, te abrigaré como bebé gordo –lo consoló Mía riendo y abrazando a
Guillermo muy fuerte.
Al
otro día, con un ramo de rosas rojas, se fueron camino al cementerio. Tal vez,
Mía se estaba equivocando; Guillermo ya no era tan niño como para saber la
verdad. El engaño es peor que cualquier realidad por más dolorosa que ella sea.
El cementerio quedaba cerca y podían llegar a pie por el sendero tan conocido, en otras épocas, por Salvador.
¿Dónde
podría vivir para siempre un corazón sufrido? ¿Existía algún lugar donde
reinara la paz, la piedad y el amor sincero?
Cuando
llegaron a aquel cementerio, el portón de hierro se hallaba abierto. Mía sabía
que la tumba era solamente un lugar vacío. Caminaron por el pasillo abarrotado
de miradas angeladas y vieron que la figura de una mujer se desdibujaba al
fondo, entre los rayos del sol. Llevaba botitas blancas y escapaba, sin
gobierno, como si alguien la llevara de la mano. Un solo gato miraba desde la
punta de una cruz, en un mausoleo abandonado por las décadas.
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