Los hermanos iban a
la estancia de vez en cuando porque tenían sus propias familias y desde la
muerte de doña Francisca la situación había cambiado demasiado. Ella era el
vértice más alto de la pirámide, quien sostenía sin marearse la tropa de
soldados y dejaba una enseñanza que la caracterizaba; quería, de alguna forma,
inmortalizar su fugaz vida por la tierra.
El gran mutismo de
la muerte enigmática buscaba su habitáculo en la atmósfera rural desde que
Francisca y Juan José se fueron a sus moradas; algo singular le ocurría a
Melanie cuando iba a llevar flores a la tumba cincelada con piedras y metales.
Era como una terapia para ella porque se sentía mucho mejor, más aliviada de la
tensión por las ausencias. La soledad del sepulcro, abrazado con negras rejas,
la purificaba de los males terrenales y le parecía escuchar un clamor de
cítaras que venía desde más allá de las lápidas blancas. Su padre y Rodolfo
estaban allí tras la piedra caliza, en la finitud de una caverna que conservaba
tantos secretos, sin ver cómo pasaba la vida.
Melanie hubiera
querido gritar muchas veces para llegar al misterio de esa enfermedad crónica
que, para ella, era la muerte: una dolencia que no se sanaba ni con todo el oro
del mundo. Quería descifrar las palabras escondidas, su raciocinio, las leyes,
formas y modos de expresión, la existencia después del fin y la pesadilla de
existir todavía… El silencio era un recado oral que no podía entender pero que
le mostraba las pérdidas.
Me fui de tu lado, ya está resígnate, era el mensaje que su propia
mente respondía a sus interminables preguntas.
De todas formas, la
ceremonia la cumplía los domingos rigurosamente e iba acompañada por uno de sus
hijos; quería que ellos honraran la imagen de los difuntos y que adoraran su
memoria. Los niños obedecían con sentimiento y sin molestias porque estaban
acostumbrados a dar culto a las cosas divinas igual que cuando moría el canario
o el gatito, Melanie les había enseñado el oficio solemne de respetar la vida y
la muerte para que en el futuro fueran hombres y mujeres sensibles y humanos.
Ellos llevaban un braserillo con cadenitas y tapas parecido a un incensario.
El amor que sentía
por sus hijos se mantuvo inalterable con el paso de los años; su abnegación la
convirtió en una heroína respetada por los hacendados y por la gente de la alta
sociedad; Melanie era un ejemplo para muchos que trataban de imitarla porque su
coraje se hacía notar en el momento justo que ella decía la primera palabra. A
veces, demasiado valor le quitaba un poco de femineidad pero ella sabía controlar esa situación; por
algo François se enamoró el mismo día que la vio en la carretera con su caballo
percherón y cubierta de bolsas con quesos.
La pareja que formaban era armoniosa porque la forma de ser de ambos era casi idéntica: el carácter aventurero, el poder de convicción, la fuerza interior y el amor por la literatura y por los animales.
Él escuchaba los
versos que ella le escribía sentados bajo la higuera y pensaba que no había
nadie que lo hiciera mejor. Melanie leía tantos libros que conocía de memoria
los poemas de Bécquer y de Rubén Darío; su genialidad estaba en componer los
propios con talento. Lo lograba a tal punto que sentía que era necesario
mostrarle a alguien esa sabiduría escondida y la vocación que, en ese momento,
era privativa de los hombres.
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