jueves, 18 de julio de 2024

La abuela francesa (Eduardo-1895-2da parte)

 



Los hermanos iban a la estancia de vez en cuando porque tenían sus propias familias y desde la muerte de doña Francisca la situación había cambiado demasiado. Ella era el vértice más alto de la pirámide, quien sostenía sin marearse la tropa de soldados y dejaba una enseñanza que la caracterizaba; quería, de alguna forma, inmortalizar su fugaz vida por la tierra.

El gran mutismo de la muerte enigmática buscaba su habitáculo en la atmósfera rural desde que Francisca y Juan José se fueron a sus moradas; algo singular le ocurría a Melanie cuando iba a llevar flores a la tumba cincelada con piedras y metales. Era como una terapia para ella porque se sentía mucho mejor, más aliviada de la tensión por las ausencias. La soledad del sepulcro, abrazado con negras rejas, la purificaba de los males terrenales y le parecía escuchar un clamor de cítaras que venía desde más allá de las lápidas blancas. Su padre y Rodolfo estaban allí tras la piedra caliza, en la finitud de una caverna que conservaba tantos secretos, sin ver cómo pasaba la vida.

Melanie hubiera querido gritar muchas veces para llegar al misterio de esa enfermedad crónica que, para ella, era la muerte: una dolencia que no se sanaba ni con todo el oro del mundo. Quería descifrar las palabras escondidas, su raciocinio, las leyes, formas y modos de expresión, la existencia después del fin y la pesadilla de existir todavía… El silencio era un recado oral que no podía entender pero que le mostraba las pérdidas.

Me fui de tu lado, ya está resígnate, era el mensaje que su propia mente respondía a sus interminables preguntas.

De todas formas, la ceremonia la cumplía los domingos rigurosamente e iba acompañada por uno de sus hijos; quería que ellos honraran la imagen de los difuntos y que adoraran su memoria. Los niños obedecían con sentimiento y sin molestias porque estaban acostumbrados a dar culto a las cosas divinas igual que cuando moría el canario o el gatito, Melanie les había enseñado el oficio solemne de respetar la vida y la muerte para que en el futuro fueran hombres y mujeres sensibles y humanos. Ellos llevaban un braserillo con cadenitas y tapas parecido a un incensario.

El amor que sentía por sus hijos se mantuvo inalterable con el paso de los años; su abnegación la convirtió en una heroína respetada por los hacendados y por la gente de la alta sociedad; Melanie era un ejemplo para muchos que trataban de imitarla porque su coraje se hacía notar en el momento justo que ella decía la primera palabra. A veces, demasiado valor le quitaba un poco de femineidad  pero ella sabía controlar esa situación; por algo François se enamoró el mismo día que la vio en la carretera con su caballo percherón y cubierta de bolsas con quesos.

La pareja que formaban era armoniosa porque la forma de ser de ambos era casi idéntica: el carácter aventurero, el poder de convicción, la fuerza interior y el amor por la literatura y por los animales.


Él escuchaba los versos que ella le escribía sentados bajo la higuera y pensaba que no había nadie que lo hiciera mejor. Melanie leía tantos libros que conocía de memoria los poemas de Bécquer y de Rubén Darío; su genialidad estaba en componer los propios con talento. Lo lograba a tal punto que sentía que era necesario mostrarle a alguien esa sabiduría escondida y la vocación que, en ese momento, era privativa de los hombres.

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LA ABUELA FRANCESA
---------------Patria, La lucha femenina, Los inmigrantes, Los indios del sur, La Patagonia rebelde, Los inventos.

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