Emilia entró a la cocina donde Tomasa se encontró preparando el desayuno.
Dio un paso en falso y perdió el equilibrio.
La criada no se dio cuenta y Emilia intentó disimularlo.
−¿Pasa algo?
−No, nada. ¿Mi esposo se fue al hospital? ¿Y Conrado? ¿Lo viste?
−El señor Amadeo se fue tempranito y al niño no lo vi –contestó Tomasa observando, con disimulo, por la ventana que le mostraba un día gris y casi lluvioso. Miró el granero de piedra de la casa vecina y lo vio nebuloso, acoplado de bruma; dos perritos jugaban bajo las gotas igual que niños con sus deseos de ser felices sin importarles el frío del paisaje o las hierbas secas castigadas por las heladas del invierno.
−¡Qué melancólico que es el frío! ¿No? –le comentó a doña Emilia.
−Para mí todos los días son iguales.
−No, el verano tiene más vida.
−La vida está dentro de uno y no tiene nada que ver con las estaciones, porque se siente latir con el entusiasmo, la sabiduría de las cosas simples, el deseo de llegar a alguna parte: un logro cercano, una meta por alcanzar por más sencillo que mar.
−Me gustaría encontrar eso que usted dice…
−Sí, Tomasa. Se siente no se busca.
Es que la criada tenía una sensación de vacío porque carecía de familia propia, en cambio doña Emilia debía ocuparse de Conrado y de Nieves. Aunque eso la sacaba de su eje, sabía que debía estar bien para orientarlos por el buen camino. Sólo que el varón le estaba dando más trabajo que la niña.
Las mujeres, ayudadas por sus madres, iban a la modista ya reunirse con amigas de vez en cuando, a algún baile oa la ópera. Siempre acompañadas. Eso a Emilia le daba paz, aunque las adolescentes no tenían sosiego y deliraban hasta cuando tocaban el piano.
−Ajusta las agujas del reloj –le dijo Emilia a Tomasa.
−¿Qué?
−Digo, que ordenes tus pensamientos y prioridades porque puedes caer en una depresión y de allí es difícil salir.
“¿Depresión? Eso es solamente tristeza y se pasa tomando un licor”, pensó Tomasa sin darle importancia a la recomendación de doña Emilia.
Nieves se hallaba leyendo junto a la ventana donde daba el sol porque le gustaba la luz natural. Aunque ese día había aparecido de a ratos porque las nubes encaprichadas lo dejaban a oscuras. Las mismas sombras que veía Tomasa y que le traían descontento.
Los vendedores ambulantes recorrían las calles con sus carros pobres y llevaban desde velas a plumeros, desde cacharros de cocina hasta candelabros de latón.
−Pobre gente –dijo Nieves por lo bajo.
−Sí, querida –respondió Emilia quien pasaba para el zaguán con unas cartas−. Tendría que ir a ver a la abuela Águeda. Ya hace tiempo que no voy y me dijo que le dolían demasiado los huesos.
−Yo te acompañaría, pero esta tarde tengo la “tertulia de las damitas”.
−¿Y dónde se reúnen?
−En la casa de Genoveva del Campo.
−No me gusta esa chica, es algo liberal para la época. Los padres no le ponen límites. Me extraña tratándose de una gran familia. Dicen que ha tenido varios novios. Uno no se puede enamorar tantas veces.
Doña Emilia la tenía sentenciada a Genoveva del Campo porque una vez que había venido a la casa por unas partituras de piano le había preguntado por su esposo de una manera poco confiable y atrevida para su gusto. Era una niña y se fijaba, al parecer, en un hombre maduro.
−¿Es su esposo? ¡Qué interesante!
Ese comentario tan fuera de lugar hizo que doña Emilia la mirara con recelo y que nunca más la invitara a alguna reunión. Quizás, el comentario no tenía nada de malicioso, pero viniendo de una muchacha parecía un despropósito.
“La juventud está perdida”, pensó Emilia sin decirlo en voz alta. No quería que nadie supiera el vergonzoso momento que tuvo que pasar por culpa de Genoveva.
La verdad depende de quien cuenta la historia.
Kate Morton
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario