Al
otro día Emilia Paz y Bustos se fue a ver a la abuela Águeda, su madre.
Águeda
vivía del otro lado de la ciudad en una casa enorme de dos pisos con ventanas
rectangulares y cerco de espinos. Solía sentarse frente a la ventana en lo alto
para observar la calle, los carros, algún gato callejero. La señora Ada la
cuidaba bien. Desde que habían venido del campo, junto a su padre, había salido
solamente para ir a misa y luego, cuando murió el esposo, al cementerio.
−Qué
gusto señora Emilia.
Ada
la llevó por un pasillo en penumbras, por dos salones y junto a una escalera
para llegar a la sala-biblioteca. En el centro del lugar se destacaba un sofá
de terciopelo verde y dos sillones más pequeños con tapizados y arabescos. Los
estantes estaban cargados de libros. Por la ventana, donde Águeda solía
sentarse, se veía un castaño.
−¿Le
sirvo un café, señora Emilia?
−Sí,
gracias. ¿Y mi madre?
−Está
arreglándose. Usted sabe lo coqueta que es…
La
abuela se acostaba con un camisón distinto todos los días, se ponía perfume y
se pintaba los labios. Decía que lo hacía porque podía morir dormida y entonces
quién la encontrara no tenía mucho trabajo por hacer. Ya estaba lista para el
velatorio. Excentricidades de la abuela diría Conrado.
Aquella
casona le traía demasiados recuerdos a Emilia: la adolescencia, la juventud,
los gritos de su padre cuando no le gustaban los pretendientes, muchas peleas
por dinero y herencias.
“La
plata divide…”
−Hola,
nena.
−Mamá,
espere que la ayudo.
−¡Yo
puedo sola! –gritó la abuela Águeda con su carácter difícil y se acomodó,
después de muchas vueltas, en el sofá más grande. La miró a su hija por encima
de las gafas y le dijo:
−Tú
no estás bien.
−Bueno,
mamá, acá yo vine a verte a ti, a saber sobre tu salud, no a que me juzgues y a
que me reproches mi aspecto o mi cara de cansada.
Emilia
sintió una sensación de soledad parecida al del abandono infantil. Tal vez, eso
se reflejaba en sus ojos y su madre reaccionaba de esa forma, tratándola como
una niña.
−¿Y
mis nietos? ¡Son tan ingratos! No vienen nunca. Así abandonan a los viejos. Yo
tendría que estar viviendo en la casa de ustedes. No acá sola con extraños.
−Bueno,
nunca quisiste ir a casa cuando murió papá.
−¡Porque
era joven! –gritó enojada.
−Ay…
siempre me haces difícil las visitas. ¿Por qué eres así conmigo? Yo no estoy
bien, tú lo dijiste, pero siempre trato de complacer a todos. Es imposible
conformar a los demás cuando uno mismo se siente débil y desprotegido. Perdona
que te diga esto, pero tú me obligas.
−¿Y
el tonto de tu esposo? Es él el que te tiene que cuidar.
−Lo
hace, mamá, lo hace…
−No
parece…
Emilia
se puso de pie. El egoísmo de Águeda le daba palpitaciones. Pensó que no
hubiera podido, en esas condiciones, vivir bajo el mismo techo. No, ahora.
−¡Ya
te vas!
−Tengo
mucho que hacer, mamá.
−Siempre igual –se quejó.
Es
que no se daba cuenta que, con su actitud, alejaba más a su hija y a sus nietos
que casi nunca la iban a visitar. No lo hacían porque al verlos comenzaban los
reproches, uno tras otro, y si bien tenía razón, la abuela carecía de filtro y
dejaba a la luz ciertas miserias humanas que resultaban abrumadoras.
−No
se preocupe, señora Emilia –dijo Ada−. Vaya tranquila, ya la conocemos a la
abuela. Hay que estar en su lugar. El paso del tiempo también nos arruga por
dentro.
“El porvenir me
inquieta…”
Gustave Flaubert
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario