¿Qué
le pasaba?
La
dama misteriosa y bellísima iba en el carruaje con lágrimas en los ojos. El
hombre miraba para otro lado. No le importaba la angustia que veía en su
mirada.
La
desolación de las calles de Buenos Aires a esa hora de la noche traía más
sosiego al alma de la desconocida que parecía desprotegida y completamente
disconforme.
−¿Vamos
para el bar? –le preguntó él.
−No.
Me quiero ir a casa.
−Te
acompaño.
−No,
necesito estar sola.
El
caballero parecía ofuscado con la conducta de ella y su inoportuno
sentimentalismo. Se suponía que debía ser fuerte y fría, que no tenía que
importarle nada de esa sociedad de gente rica que sólo miraba por encima de los
hombros a quien era diferente. Ella resultaba ser única en todo, pero llevaba
una carga pesada, una cruz, y le costaba. Eso a su compañero, por momentos, lo
quebraba.
−Me
das bronca, mujer. Qué te importan a ti esos “nariz para arriba”. Si no recibes
nada de ellos, sólo te buscan cuando quieren porque saben que siempre estás
dispuesta. ¿Acaso te sientes arrepentida de algo?
−No
–dijo, pero le tembló la voz.
Cuando
llegaron a su vivienda, ella se bajó y no lo saludó. El hombre hizo un gesto de
fastidio y le indicó al cochero que siguiera su camino.
La
casa modesta tenía una reja que apenas cerraba y un alero pequeño con un farol
de gas. Se internó en los cuartos helados buscando respuestas a una realidad
fragmentada y herida. Sola había caído en ese pozo de risas, cuando las miradas
le devolvían juicios y reproches. No debía quejarse, de allí no podía volver
aunque quisiera… Ir a la ópera no había sido una buena idea; el lugar de ella
era otro y lo sabía. Hubiera querido desaparecer para siempre, pero cuando se
hallaba bajo las luces de aquel santuario, donde la música la llevaba y la
traía se sentía otra, como en las nubes, y eso le devolvía la confianza y los
deseos de vivir.
La
función había terminado y Andrés Rosas no se quería retirar. Se hallaba
conversando entusiasmado con Nieves Iriarte quien lo miraba fascinada. Era tan
joven, nunca había estado enamorada.
−¡Vamos,
hija! –reclamó don Amadeo.
Conrado
ya se había ido con Elena Aldao en otro coche.
−Disculpe,
me llama mi padre.
−¿Cuándo
la puedo ver otra vez?
−Disculpe
–volvió a decir Nieves y corrió al carruaje porque don Amadeo ya estaba
dispuesto a irla a buscar de un brazo. Se había distraído con Andrés más de lo
permitido y eso a don Amadeo le sacaba su peor perfil. Era un padre muy celoso
de su hija mujer.
−Niña,
es que no piensas. ¿Qué te ocurre? –le preguntó doña Emilia cuando subió al
coche y emprendieron el regreso a paso lento.
−No
me rete, madre. Fue sólo una charla inocente.
−¿Inocente?
–reaccionó don Amadeo−. ¿Viste Emilia como él la miraba? Parecía que se la
quería devorar…
−Ay,
no seas grosero. ¡Por favor!
−No me gustan esos hombres tan demostrativos y con poco tacto. Sin diplomacia. ¿De dónde salió? ¿Quién lo invitó? ¡Qué fiasco!
Los
tres llegaron a la residencia con los ánimos caldeados. Don Amadeo seguía
rezongando solo y ya nadie le respondía. Se fue al cuarto sin saludar a las
mujeres que fueron a la cocina a tomar un té. Nieves parecía en las nubes y su
madre lo notó al instante. Nunca la había visto así, con esa luz en los ojos,
con esa belleza interna que se transmitía en los gestos y a sus palabras.
Nieves quería disimular, pero no podía. Su madre la conocía demasiado. Se
sentaron a tomar la infusión que preparó Emilia porque Tomasa seguramente
estaría en su cuarta pesadilla.
−¿Necesitan
algo? –se escuchó una voz detrás de la puerta y apareció la criada con una
cofia hasta los ojos que se le caía para un costado. Bostezaba como un gato y
parpadeaba todo el tiempo como si la luz la dejara ciega.
−Ve
a dormir, ¿quieres?
−Perdón,
doña. Me dio sueño y no las pude esperar…
“Nacer no es poca cosa”
María R. Lojo
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