‒Estáis misteriosa. Seguro que esta tarde fuisteis a rebuscar comida.
‒No. La mujer tiene como misión salvar la ciudad, rezando y arrepintiéndose de los pecados cometidos por la comunidad. De esta manera purifica la conducta de los hombres y sana las almas. Su papel es pues un rol privado que se basa en la espiritualidad. ¿Entendéis?
‒Quiero que me paguéis lo que me debéis sino os irá mal.
‒Prometo que cumpliré… ‒respondió Louise totalmente descolocada por el temor de ser arrojada a la calle.
Madame Delfine se retiró a su habitación y ella pudo llegar hasta la cocina.
‒¿Dónde pondré la leche?
Encontró una cuchara alargada de estaño en un cajón y una taza. No quería hacer ruidos porque podían descubrirla. Ella conocía a todos los huéspedes pero no estaba segura de que, llegado el momento, pudieran compartir su secreto.
En el primer piso había dos habitaciones, una era la de la dueña y la otra la ocupaba la señora Eugenie Berny viuda de un juez que tenía como compañía a una doncella llamada Isabeline. No se sabía si era su hija o su sobrina. En la planta baja quedaba un anciano llamado Tirot y un hombre de treinta años que llevaba un sombrero de alas anchas y una peluca blanca.
La señorita Louise pensó en cada uno de ellos y no se le ocurrió con cuál podría entablar una amistad para que alguno pudiera ayudarla a esconder a la niña. Entró a la alcoba donde la criatura dormía. La despertó para darle la leche y la niña le sonrió; sus manecitas tomaron las suyas y nuevamente Louise comenzó a llorar. En esa soledad en la que se hallaba inmersa por circunstancias tristes de la vida, la beba era su salvación. Sentía que ese regalo la acercaba a un Dios que la había desamparado y no podía claudicar. Ella era una mujer sola; hubiera querido volver a su pueblo a desenterrar raíces y buscar sus orígenes, la savia de las vides y el aroma de las naranjas que corría por su sangre pero había decidido, en su momento, ir a la ciudad porque no tenía nada que perder. Era huérfana. Sabía que su herencia había quedado escondida en cada surco, en el néctar de las flores y en las brumas de la tierra roturada. Ellos eran sus progenitores tras el velo de los años que, como alas de pájaros, habitaban las neblinas entre las voces olvidadas, con la bóveda celeste como testigo y cómplice de la memoria.
“La honradez no sirve de nada”, pensó.
Escuchó unos pasos y se asomó a la galería. Era Isabeline que pasaba para el baño con una toalla en las manos.
‒Oye, ven ‒la llamó.
‒¿Qué os pasa?
‒Entra que quiero mostraros algo.
‒Es que se hace tarde y van a servir la cena; además Eugenie me reta si os desobedezco o no cumplo los horarios.
‒Es un minuto, por favor.
Louise pensó que Isabeline por ser joven podría ayudarla con la niña. Carecía de prejuicios.
‒Mira.
‒¡Un bebé! ¿Dónde lo habéis encontrado? ¿Lo adoptaste?
‒En el monasterio reparten para los humildes pero yo te puedo regalar algunas cosas de cuando era niña que tengo guardadas. ¡Oh qué ojos hermosos!
‒Es muy bella, gracias.
‒Bueno… luego cuando todos se retiren a descansar os traeré lo que tengo. No es mucho pero os puede ayudar para empezar.
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