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Licia (Cap I. En tiempos de Voltaire-1era parte)

 




EN TIEMPOS DE VOLTAIRE

-1755-


Hija del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Francisco I, gran duque de Toscana y de su esposa María Teresa I, archiduquesa de Austria, reina de Hungría y reina de Bohemia, María Antonia Josefa Juana de Habsburgo-Lorena nació el 2 de noviembre de 1755. Era la decimoquinta y penúltima hija de la pareja imperial. De ella se encargaban las ayas, gobernantas de la familia real (Madame de Brandeiss y la severa (Madame de Lerchenfeld), bajo la estricta supervisión de la emperatriz, que tenía ideas muy básicas sobre la educación de los niños. La familia recibió a María Antonieta con algarabía pues ya daba muestras de seducción y de gracia natural; sin embargo su cielo astral la ubicaba bajo el signo de la fatalidad.

Fueron sus padrinos los reyes de Portugal en una ceremonia a cargo del arzobispo de Viena con los sones de un Te Deum en medio del asombro por lo impredecible y de la perfección como baluarte.
Su madre María Teresa, emperatriz de Austria, reina de Bohemia y de Hungría, intentó reponerse lentamente de este nuevo parto. Tuvo dieciséis hijos, de los cuales seis fallecieron a corta edad. Ella debió enfrentar traiciones y guerras. Formó ejércitos y disolvió alianzas. Salió victoriosa de esas contiendas, conservó su trono y solamente perdió Silesia de entre sus reinos tan codiciados.

María Teresa desde niña se había formado un altísimo concepto de las funciones reales y de la importancia de los Habsburgo dentro de Europa. No contó con consejeros adecuados y por ello tomó personalmente la dirección del gobierno. Era una mujer inteligente, de firme voluntad y juicio severo, fiel a la fe católica, que amó devotamente a su esposo Francisco de Lorena. Cuando heredó el trono se encontró ante la tenaz oposición de los países que desconocían la pragmática sanción y pretendían arrebatarle la corona.



La sociedad se basaba en la desigualdad, ya que la población francesa estaba dividida en tres clases: clero, nobleza y tercer estado o estado llano. Los dos primeros eran los privilegiados, un medio millón de habitantes de los veintiséis que poblaban el país.
Los privilegiados contribuían escasamente a los gastos del estado y en cambio recibían tributos y beneficios. Comprendían el clero y la nobleza. El clero se identificaba por la Iglesia galicana y tenía sus propias leyes, rentas y tribunales particulares que eran limitados en sus atribuciones por los reyes absolutistas. De acuerdo con el origen de los miembros se dividía en alto clero-arzobispos y obispos, abades de los monasterios más importantes, superiores de conventos. El bajo clero integrado por sacerdotes de vocación que a veces vivían miserablemente.

La nobleza compartía con el clero el sector privilegiado de Francia, aunque sólo alcanzaba a integrar el uno por ciento de la población. La nobleza de espada se hallaba formada por descendientes de familias feudales de la Edad Media y la nobleza togada era aquella cuyos antepasados burgueses habían comprado algún cargo en los parlamentos, alejándose del tercer estado pero sin mezclarse con los nobles de espada.

El estado llano o tercer estado soportaba las cargas económicas del país, pero no gozaba de derechos políticos. Los no privilegiados comprendían los burgueses, los artesanos, los obreros y los campesinos.
La burguesía era el sector más rico y capaz integrado por los comerciantes e industriales enriquecidos y aquellos que ejercían profesiones liberales, notarios, médicos y abogados.

Los artesanos y obreros formaban la décima parte de la población y a pesar de que trabajaban dieciséis horas diarias, los jornales no les alcanzaban para vivir. Casi todos se agrupaban en corporaciones. Los campesinos soportaban las mayores cargas económicas porque después de pagar los tributos a la Iglesia, al rey y al señor feudal, sólo disponían de la cuarta o quinta parte del trabajo.



Coloquio de dos madres

En medio de un gran sosiego, por la desierta avenida, los carruajes de los hortelanos subían hacia París. Sus ecos retumbaban en las casas adormecidas entre los olmos.
‒Me voy‒dijo Madame Rosalie con un bebé en brazos.

Venía directamente desde la casa de la matrona. Se la notaba triste y apesadumbrada por un presentimiento que no la dejaba vivir. Llevaba a su hija Celine que acababa de nacer y todo le resultaba extraño y enigmático como si un halo estremecedor la estuviera cubriendo de un sopor fantasmagórico.


Veía sufrir en la senda de enfrente a su esposo Antoine Florent que la esperaba: un hombre delgado pero de huesos fuertes. Llevaba un sombrero de fieltro negro parduzco deformado y un saco que las lluvias habían desteñido. Un poco encorvado y agitado por un temblor nervioso, se quedó como ensimismado mirando de lejos la quieta figura de Rosalie a quien un manto blanco la abrazaba. Antonie se limpió los anteojos pensando que los había cubierto una capa de polvo pero no era así: Madame Rosalie parecía una virgen inmaculada.
‒¿Por qué no me esperasteis?
‒Es que me sentía bien y decidí salir sola. No importa.

Licia.
Hermana mía.

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