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Licia.Hermana mía (Cap II-Louise Héland-3era parte)

 



La señorita Louise tapó a la beba con un cobertor e imaginó columpios de colores, perlas entre escarlatas y nubes de algodón que se deshacían en el aire.  Todo era tan vertiginoso para su existencia que sintió que la vida le daba un vuelco y que volvía a la niñez.

El corazón le hablaba a través de las sensaciones nuevas. Era madre, nunca lo había pensado porque no estaba en sus planes. No era de esas doncellas que sueñan con tener una familia propia; primero tenía que cuidar a sus padres y luego pensar en ella. Cuando se quiso realizar como mujer encontró una barrera: la edad. Ya era tarde. Nunca conoció el amor.

Mientras pensaba en la soledad de su adolescencia, escuchó sonidos que venían del corral situado en la parte trasera de la casa donde vivían cerdos, gallinas y conejos. Detrás un cobertizo donde Madame Delfine guardaba la leña. Louise la quería mucho por haberle dado abrigo aquella mañana de abril, pero la dueña de la casona de huéspedes se mostraba intransigente con ella.

El espectáculo gris que presentaba el interior de los aposentos se repetía en los trajes de los huéspedes. Los hombres llevaban casacas y chupas y las damas vestidos pasados de moda, encajes remendados y mitones deslucidos por el uso, manteletas color pardo y gorros de invierno en pleno verano.

La vieja señorita Louise tenía una especie de capota de tafetán verde, un chal de cachemira deshecho que parecía cubrir su blanco esqueleto. Su mirada, a veces, daba frío y el rostro piedad. Tenía una voz de moribunda, pero todavía le quedaban vestigios de alguna belleza oculta que nadie había aprovechado porque los pesares de la vida la habían empujado a un laberinto donde no era posible enmendar los errores.

Las estrellas iluminaban y tejían enigmas en esa noche sobre las tapias desiertas. El rocío brillaba frente a las estatuas. Había aroma a paz y esencias con lasitud y embrujo de plata en el terciopelo de las horas que se consumían como teas en ese universo único.

‒¡Louise!

Era Madame Delfine.

‒Qué necesitáis ‒dijo Louise con un miedo que le perforaba las vísceras. Si ella descubría a la niña todo volvería al principio; la echarían a la calle sin miramientos.

‒Necesito hablaros.

‒Ahora no puedo, después voy a la sala.

‒Es que dentro de cinco minutos me retiro a dormir‒dijo bruscamente y abrió la puerta.

La señorita Louise se arrojó sobre la dueña de la pensión y la empujó para atrás contra el marco de la entrada.

‒¡Qué hacéis!

‒Es que tengo un ratón en la pieza y estoy a punto de atraparlo.

‒¡Oh…! ‒gritó Madame Delfine y escapó como si hubiera visto al mismo diablo.

‒Mañana si podéis hablaremos ‒le dijo sonriendo Louise, aunque sabía que en cualquier momento podrían descubrirla y se acabaría el deseo de ser madre que llevaba, a pesar del corto tiempo, arraigado en la sangre.

A la medianoche, apareció Isabeline con un arcón lleno de ropa de niña. Eran sus pertenencias, se las iba a entregar a la pequeña huérfana para calmar su corazón desprotegido.

‒Gracias. No sé cómo pagar lo que hacéis por mí.

‒Lo siento así y no es sacrificio. Dar es la forma más bella de ser feliz. ¿No?

‒Claro, cuando tenéis…



‒Y cuando no tenéis también porque si entregáis lo que os sobra no sirve; tiene que ser algo que amáis mucho como yo estos recuerdos que son parte de mi historia‒dijo tristemente Isabeline.

‒Por supuesto, tenéis toda la razón. Dios os recompensará por el bien que hacéis porque todo vuelve a su lugar en esta vida.

‒Me conformo con poco.

‒¿Os gustaría ser la madrina de la niña?

‒¡Me halagaría! ¿Cómo la llamaréis?

‒Alizee.

‒Bellísimo ‒respondió su madrina que sentía que comenzaba a brillar una estrella en el entorno de sus días.

La jornada siguiente, falleció Tirot el anciano que vivía en la planta baja.


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