‒Claro que sí. Ya está decidido, pero antes de comenzar el tratamiento lo venimos a invitar a un viaje. Todos juntos, felices. A Rebeca le hará bien y se sentirá reconfortada después de sentir aires nuevos.
‒No. Vayan ustedes que son jóvenes. ¿Para qué quieren un viejo al lado?
‒Te amamos, papá. Queremos compartir contigo. Van a venir también unos amigos Carl Bramson y Amy Carter Bramson.
‒No, no, menos.
‒Vamos, padre. No sea caprichoso. Si se lo ve bien de salud.
Mark era austero consigo mismo; cuando estaba solo bebía ginebra para ocultar su gusto por los vinos viejos. Aunque le gustaban los viajes, no había traspasado la puerta desde hacía veinte años. En cambio, era tolerante con los demás y admiraba, casi con envidia, la vitalidad y la energía que se desprendían de los espíritus jóvenes. Carecía de ímpetu y de ese goce que provenía de la relajación de los sentidos. Necesitaba, por una simple razón, permanecer ocupado, activo y resuelto. Lo demás le aburría demasiado. Es que Sarah ya no estaba y tenía que conformarse con la conversación de Violet, quien lo cuidaba como una hija.
‒Debe ir con Rebeca, señor Cooper.
‒¿Y a ti quién te preguntó algo?
‒Vamos, no se comporte como un viejecito malhumorado que sabe bien que no lo es. Abandone un poco su fábrica de faros y llene de oxígeno esos pulmones.
‒Tú qué sabes. Si voy es porque me lo pide Rebeca.
‒Así me gusta, papá‒dijo ella y lo abrazó nuevamente.
‒¡Basta de zalamerías! Seguro que me van a pedir dinero.
‒Claro‒respondieron entre risas‒. Me dijeron que no tiene.
‒Pues, no‒contestó Mark Cooper tratando de parecer alegre cuando una nube de polvo le cubría el alma después de la noticia que acababan de darle. Si Rebeca se moría, él se iba con ella. Lo tenía decidido. Nada lo ataba a esta tierra donde para ser feliz bastaba con un poco. Los afectos eran su única fortuna. Sin ellos se convertiría en pordiosero.
El siglo XX nacía auspicioso: había paz en el mundo y mil inventos recientes (cinematógrafo, automóvil, teléfono, aeroplano…) inauguraban una era en la que cualquier maravilla parecía posible.
Por entonces los astilleros Harland and Wolff construían para la empresa británica Ocean Steam Navigation Company-más conocida como la White Star Line por la estrella blanca que usaba como símbolo-tres grandes transatlánticos hermanos: el Olympic, el Titanic y el Britanic, colosos que medían unas tres cuadras de largo y dejaban chiquita a cualquier embarcación conocida hasta el momento.
La construcción del Titanic demandó veintiséis meses. En él trabajaron más de once mil obreros que instalaron diecinueve calderas, dos motores y la novísima turbina de vapor Parsons. El proceso fue un éxito: costó la muerte de sólo dos operarios, cantidad ínfima para la época.
El casco del transatlántico poseía un doble fondo y estaba dividido en dieciséis compartimientos estancos que lo convertían en invulnerable, pues se calculaba que, en caso de problemas, no se inundarían simultáneamente más de dos. Tan seguros estaban del coloso que el viaje de pruebas duró sólo ocho horas.
Este palacio flotante tenía diez niveles y chimeneas del tamaño de una casa de tres pisos. Para arrastrar el ancla se precisaron veinte caballos. En su interior funcionaba un hotel de lujo, dotado de las comodidades que podía ofrecer la tecnología de la época: teatro, salón de baile, camas con baldaquino, pileta cubierta, baños turcos, gimnasios, restaurantes, accesibles para quienes dispusieran de doscientas veintidós libras que costaban las suites de primera clase. Un pasajero de tercera se podía ubicar en una cabina de cuatro camas por veintidós libras.
‒¿Titanic?‒preguntó Mark Cooper con curiosidad.
‒Es un coloso, un barco, que va a partir del puerto de Southampton el 10 de abril próximo en su viaje inaugural.
‒No es hermoso, papá. ¿Se imagina? Todos queremos estar presentes en esa travesía. No podemos faltar, además me vendrá bien para enfrentar lo que me espera: meses difíciles.
‒No me atrae demasiado; le tengo miedo al agua desde que era pequeño‒dijo Mark dudando mientras se distraía con el diario de la mañana.
‒Estará tan lejos del agua que ni la verá… Es enorme y alto. Lo vi en las fotografías. Una embarcación nunca imaginada y preparada para no ser abatida jamás.
A Mark Cooper le preocupaba la salud de Rebeca, el diagnóstico de su enfermedad no permitía conjeturas ni distracciones, ni viajes estériles, ni tonterías de cualquier tipo. Sabía lo que era la lucha cuando enfrentó la patología de su esposa Sarah. No quería aturdirse con travesías absurdas y frívolas. Ellos eran demasiado jóvenes y la edad no les permitía sentir miedos. Los viejos eran los que acumulaban temores y soledad.
‒Mejor me quedo y visito algunos médicos para ir ganando tiempo.
‒No. Esto es una pausa para olvidar un poco y para poder disfrutar sin el pensamiento rutinario y abrumador de todos los días.
‒Suegro, es la oportunidad de estar juntos. ¿Comprende?‒comentó Wilson mirando con tristeza a Mark. Insinuaba algo que él no comprendía en su totalidad pero que presentía. Estar junto a Rebeca quizá por última vez.
‒Está bien‒añadió con resistencia el anciano caballero para alegrar a su hija y para unirse a esa dicha ficticia que no le agradaba y que no podía disfrazar por más que fuera la travesía de su vida.
--LA ÚLTIMA MUJER--
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