domingo, 30 de junio de 2024

La trama del adiós (ex La Novia) (parte 10)

 


Salvador se quedó pensando; no tuvo la intención de hacerle reproches a Dolores porque ya no tenía sentido. Su relación estaba quebrada y ella, seguramente, tendría algún amante que la esperaba para seguir bebiendo por largas horas.

 

El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. Salvador solía ir a la iglesia a menudo; encontraba un poco de paz y consuelo a tanta indiferencia.

−Es viento de agua −dijo una señora abrigada hasta el cuello.

Durante el resto de la mañana, Susan estuvo preparando el almuerzo para esperar a Pilar y a Úrsula.

Salvador se sentía a salvo junto a su madre, pues el lazo de sangre siempre lo sostenía y lo abrigaba. No podía soportar la idea de volver a los vacíos de la ausencia y de los sufrimientos, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde. Él ya no era el niño que miraba pasar el tren con sus pasajeros; aquella gente parecía tener mil años con sus historias simples o prohibidas, personas fugaces y cansadas por las luces y las sombras de las cargas emocionales.

−Te veo bien, querido −dijo Úrsula.

−Estoy más tranquilo. He aprendido a no esperar nada de nadie y a resolver todo solo. Es mejor porque se sufre menos.

−Hermanito, sabes que nosotros estamos para ti. Vemos por tus ojos y te acompañaremos toda la vida sin importar la decisión que tomes…

−Lo sé y lo agradezco pero a veces no alcanza. Lo cierto es que cambian los tiempos y las personas; todo alrededor es diferente y uno sigue detenido.

−Es que así es la vida. No somos seres suspendidos en el aire, felices; existe un antes y un después que pone trampas para que podamos crecer −reflexionó Úrsula.

Para los padres de Salvador los hijos eran un tesoro que habían cuidado con esmero, desde el desarrollo interior hasta los aspectos más banales de la educación. Debían sentarse con formalidad a la mesa con los codos pegados al cuerpo, rezar antes de las comidas, y respetar las conversaciones de los adultos. Esa rigidez los llevó a ser jóvenes con propósitos y metas, capaces de tomar sus propias decisiones.

Salvador, a los seis años, era grande porque en lugar de tener la  alegría de la infancia ya sentía una angustia impropia, como si sospechara todo lo que le esperaba o como si no tuviera derecho a ser feliz.

−Nos vamos; déjale un saludo a mis queridos nietos.

−Gracias por venir.

−Recuerda que alcanzar la paz y la felicidad depende sólo de ti. No te conformes.

−Claro, mamá.

 

Más tarde, se encerró en su escritorio. No sabía dónde ocultar su bendito revólver. Sentía la necesidad de tenerlo cerca por una inexplicable razón. Era una dura batalla que tenía que librar; no sabía bien si era con él mismo o en contra de los demás. Pensó en hablar con un escribano por sus propiedades, sabía que, por ley, les correspondían a su mujer y a sus hijos pero él los quería dejar en la calle. Esa sensación de derrota lo manipulaba y lo convertía, de a ratos, en una persona cruel.

“Quien sufre, cambia”, pensó.

De repente, golpearon a la puerta.

−Papá −dijo Roberto del otro lado.

Su voz parecía débil. ¿Por qué será que las verdades más elementales resultan las más difíciles de comprender? Necesitaba ser fuerte para hablar con Roberto y para que en él viera a un padre seguro de sí mismo. Cuando abrió la puerta, del otro lado, no había nadie.

“Se habrá arrepentido”, pensó y volvió a su sillón.



No acababa de sentarse que escuchó nuevamente:

−No me quieres abrir, papá −otra vez esa voz débil, casi un murmullo.

−¡Ya voy!

No había nadie esperando. La casa estaba desierta. Salvador se tapó los oídos con las manos y permaneció con los ojos fijos, como esperando el golpe letal de un asesino invisible.

“Será el exceso de razón lo que debilita la mente”, pensó.

 

Un muchacho se desplomó sin vida, a la altura del pasaje “Los Sauces”. Se escuchaban gritos de desesperación de unas jóvenes que estaban sobre el cuerpo. Al lado había otro joven en una moto, pero no intervenía. Cuando llegó la policía los gritos cambiaron:

-¡Tú lo traicionaste!

**

LA TRAMA DEL ADIÓS (ex La Novia)
-----------------------------El crimen casi perfecto, La Novia, Morir dos veces, La dignidad humana, crueles instintos, novela paranormal.

sábado, 29 de junio de 2024

La trama del adiós (ex La Novia) (Parte 9)


 

No podía evitar la idea de que Dolores representaba la más atroz de las comedias y que él era, entre sus manos, un hombre ingenuo al que se engañaba con cuentos fáciles para dejarlo tranquilo. Salvador no era un niño. Sus dudas fueron envolviéndolo todo como una liana con su monstruosa trama. El hecho resultaba ser tan absurdo e impropio que pensó que estaba delirando, no podía ser verdad. Era una alucinación verdadera de alguien que padecía ciertas patologías mentales o eran los otros quienes querían hacerlo pasar por demente para recluirlo en algún lugar. Esos sitios de los que no se vuelve…

Mientras tanto, y a pesar de tantas conjeturas, no atinaba a otra cosa que seguir amarrado a una vida estéril de gritos, miedos y culpas. ¿Qué podría hacer para salvarse? ¿Hasta cuándo duraría esta situación? Estaba deprimido pero tenía que continuar hasta el fin que esperaba con ansiedad.

Él sabía de la significación profunda que poseen los instintos, tanto aquellos que procuran un bien como los que conducen al dolor y al aniquilamiento. La lucha por la existencia es solamente una búsqueda de posibilidades para lograr una vida mejor. Salvador sabía que habitaba con sus demonios desde los quince años cuando aquel padre que tanto amaba le dijo adiós. Ahora, cargando todos sus pesares, era humillado y marginado por su propia familia que lo quería destruir sin miramientos.

−Eres frágil, hijo, pero tienes que poner lo mejor de ti para salir adelante. Si te alejas de ellos te ayudará, vete por un tiempo.

−No puedo, no puedo…

Salvador parecía aferrarse al dolor. ¿Amaba a Dolores a pesar de todo? Parecía haber perdido noción de la realidad; sin embargo, podía resolver problemas relacionados con sus negocios y actuar de manera coherente frente a sus empleados.

Escondió el arma entre sus ropas y se fue para la casa con la convicción de que algo se le iba a ocurrir para acabar con el misterio, con su vergonzoso temor y con los problemas de autoestima que lo venían atormentando desde siempre. Hasta pensó en el espíritu de su padre que intervenía, desde el más allá, quitándole el arma de las manos.

No pudo lograr paz porque al llegar a la casa Dolores había organizado una fiesta, sin avisar y sin preguntarle a él sobre el tema. Salvador se quedó dentro del auto y allí pasó la noche, entre la soledad y el frío, con un desgarrador sentimiento de culpa.

Por su casa desfilaban personajes que nunca había visto; seguramente, eran amigos de Roberto. Entre ellos estaba Dolores disfrutando de esa reunión de jóvenes como si tuviera la misma edad. Todo resultaba ser desprolijo porque a pesar del bullicio la escena parecía sombría. En el banco del jardín había una mujer de mediana edad, de cabello rubio, muy delicada, que tomaba una taza de té. Salvador se inquietó por aquella aparición. Se distrajo un momento para mirar hacia la calle porque escuchó un ruido y cuando volvió la vista la mujer había desaparecido. Había, en ese sitio, un pequeño gato acongojado y desvalido.

Al rato, pensó que no estaba seguro de haber visto a aquella dama, pero una rara sensación le hizo sentir deseos de conocerla, sin advertir de que la banqueta en la que ella supuestamente estuvo sentada no existía.

 

 

Al amanecer, cuando se acabó la fiesta, empezaron a caer gotas de lluvia que apagaron el fuego y endurecieron las cenizas de la casa. Salvador, casi un fantasma enmohecido por la humedad de la noche, entró a su habitación pero allí estaba Dolores ebria; aquella mujer que tanto conocía era una sombra de lo que fue alguna vez: rubia, alta, sofisticada y deslumbrante.

Salvador se fue a dormir a la habitación de servicio y cerró con doble llave. Ahora el silencio lo sumergía en el propio delirio de no saber distinguir cuál era su realidad.

Al rato, se levantó para ir a su negocio. Todos estaban durmiendo. Sintió la frescura de las violetas de su madre en el ambiente, pero la soledad le trajo nuevamente la inquietud del desposeído.

−Parece que no ha pasado buena noche −le dijo su empleado de confianza.

−No, pero no importa. Tú debes escuchar lo que te voy a decir: ordena los papeles y documentos principales que necesitan mi firma, ocúpate de los viajantes, no encargues mucha mercadería. Otro día veremos algunos asuntos que quedan pendientes y que son más importantes.

Después de aquella noche, Salvador sabía que ya no volvería a sonreír. Hizo limpiar las paredes, cortar los arbustos del patio, barrer todo aquel vestigio de frivolidad y desorden. Sabía que era necesario apresurarse. Luego se fue para la casa que quedaba a unos metros del negocio y la vio a Dolores que iba hacia el tocador a borrar las huellas del desprejuicio.

−No te vi en la fiesta −le dijo como al pasar.

−Yo no estoy para festejos.

−Seguro, lo había olvidado −contestó Dolores con ironía.

−¿Quién era la mujer que estaba en el jardín? −preguntó Salvador−, porque no es de tu grupo de amigas.

−No sé de quién me hablas. Yo no invité a nadie. Todos eran amigos de Roberto y de Mía.



−Había una mujer de mediana edad, muy bella, sentada en el banco de la entrada con una taza de té. Parecía niña por momentos. Tenía las manos delicadas y los dedos largos como de pianista, pero sus ojos estaban nublados por las lágrimas. Llevaba botitas blancas.

−¿Botitas blancas? −comentó Dolores riéndose con burla−. Tú sí que eres soñador o te has acordado de algún cuento de tu infancia, esos de hadas y duendes.

−Qué tiene de malo, hace años se usaban las botitas blancas.

−La verdad que sí. Hace como treinta años. Bueno… basta de tonterías, tengo que salir.

**

LA TRAMA DEL ADIÓS (Ex La Novia)
-------------------------------El crimen casi perfecto, La Novia, Morir dos veces, El amor no correspondido, Las cenizas.

viernes, 28 de junio de 2024

La trama del adiós (ex La Novia) (parte 8)

 


Salvador sintió que se le aflojaban las piernas y que todo lo que había pensado y hecho durante esos meses era el colmo de la desproporción y del ridículo. Pensó en reunir a toda la familia para comunicarles lo sucedido pues la situación lo superaba. Él era un hombre fuerte, pero su energía comenzaba a decaer por aquellas inexplicables secuencias de película.

Se quedó un momento sin hablar, mirando el piso, y luego dijo:

−¿Usted recuerda el arma que encontró, el otro día, debajo de la almohada de Roberto?

−Sí, señor −contestó la mucama mirando el piso.

Mientras volvía a la sala, profundamente deprimido, trataba de pensar con claridad. Su cerebro era un hervidero; cuando se ponía nervioso las ideas aparecían como vertiginosos insectos que querían devorarlo. Luego las iba gobernando como podía para no volverse loco del todo.

Esperó largas horas sentado en el living el regreso de Dolores y de Roberto. Su esfuerzo mental era extremo, pero necesitaba salir de la perplejidad. Escuchó risas que venían desde el pórtico.

“Ahora viene  lo peor”, pensó.

Dolores y Roberto llegaban juntos y felices. Desde siempre habían sido cómplices y amigos. Salvador era de esos hombres que pensaban que había que ser padres antes que otra cosa y poner los límites necesarios para llevar a los hijos por el buen camino.

−¿Era él el único desgraciado? Evidentemente, sobraba en esa casa −murmuró.

−Hola, marido −dijo Dolores con alegría−. Se te ve preocupado como siempre. Relájate que la vida es linda.

−Necesito decirles algo −exclamó Salvador en voz baja con temor a no ser escuchado como le pasaba siempre.

Ellos miraron aquel rostro duro, la ansiedad, el desconcierto, la necesidad de comunicación, aunque por momentos él parecía aflojarse. Su mirada colgaba de un abismo y eso a Dolores y a Roberto les daba gracia, se divertían con aquellas dramáticas palabras de Salvador.

−Les pregunto a los dos directamente y sin preámbulos: ¿dónde está mi revólver?

−¿Revólver?, si nunca tuviste uno.

−¡Sí, lo tengo y tú lo ocultaste debajo de la almohada! −le dijo con furia a Roberto.

−No, yo no sé nada. ¿Por qué inventas, quieres seguir agrediéndome?  No te cansas de insultarme y de subestimarme.

−Ay, marido, tómate un tranquilizante.

Salvador, desesperado, y antes de que ellos se marcharan a sus habitaciones llamó a la mucama porque ella era la única testigo, en aquel momento, de la escena dantesca.

−¡Susan! −gritó.

−Sí, acá estoy.

−Diles dónde hallaste el revólver el otro día.

La mujer, anonadada, parecía no comprender y comenzó a temblar.

−No sé de qué habla −respondió como en un murmullo.

−¡Vete! −volvió a gritar Salvador.

Esa noche, sintió desprecio por la humanidad. Los odiaba a todos. Trató de ordenar el caos de sus ideas y despejarse, pensar con tranquilidad. Su cabeza era un pandemonio: pensamientos negativos, rencor, preguntas, resentimientos y recuerdos. ¿Por qué a él todo le resultaba tan difícil? Su tristeza se transformaba en un mal humor histérico.

“Ellos gobiernan mi vida”, pensó.

Pero él lo permitía porque se sentía preso de un destino mecánico capaz de seguirle el juego a los otros, pero desangrándose de dolor.

 

 

A la mañana, sin mirar a nadie, casi como un autómata, se fue por la calle ancha; era fácil adivinar la sensación de asco y de vacío. Él estaba en peligro. La veía a Dolores fría, húmeda y silenciosa como las víboras y a su hijo un verdugo que venía a darle el último hachazo. Pensó en los diálogos que tendrían a espaldas suyas, los razonamientos y deducciones. Estaba convencido de que querían deshacerse de él para tener libertad y dinero.

De pronto,  se arrepintió de haber llegado a esos extremos, con la costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras. Recordó la mirada de Dolores fija en sus ojos mientras escuchaba sus preguntas con cinismo. Se sentía una frágil criatura en medio de un mundo miserable que lo atosigaba hasta dejarlo sin respiro.

−¡Hijo, qué sorpresa! −le dijo su madre cuando lo vio llegar.

−Vine a hacerte compañía, ¿me sebas unos mates?

−Claro, mi amor.

Cuando Úrsula caminó hacia la cocina, él se acercó al armero pues necesitaba adquirir un revólver o algo parecido para defenderse de algún desmán. Buscó algo pequeño entre tantas armas que tenía su padre.

−No puede ser −exclamó.


En un extremo, casi imperceptible, se encontraba el revólver, el que tanto había buscado. Ya no comprendía nada de lo que estaba pasando.

“¿Quién habría llevado el arma hasta la casa de su madre? Dolores, Roberto… o Susan. ¿Quién?”, pensó desconcertado.

-Hijo, ¿qué te ocurre que te noto tan alterado? Ya veo que te has peleado con Dolores otra vez.

Salvador se quedó en silencio porque estaba abatido. Sintió que una mano tomaba su brazo con ternura. Esa voz débil y dolorida le decía:

−Tendrías que separarte.

**

LA TRAMA DEL ADIÓS (ex La Novia)
Las ofensas, el abandono, los justos...
---------------------------------El crimen casi perfecto, La Novia, Morir dos veces, La dignidad humana, crueles instintos.

Los capítulos anteriores están publicados como La Novia.

jueves, 27 de junio de 2024

Licia (Cap VIII. Gorki, el gato-3era parte)


 

Sola, en la cama, se consideraba feliz. Se creía una niña virgen entre las blancas cortinas, apacible en medio del mutismo. El cuarto era un poco frío con su techo alto y sus rincones oscuros. Tenía olor a claustro. Le gustaba la pared que se alzaba delante de la ventana; durante el verano se pasaba horas enteras contemplando las rocas grises del muro y las capas de firmamento estrellado que le recordaban las chimeneas y los tejados. No pensaba en su abuela Lisa más que cuando una pesadilla la hacía despertar sobresaltada porque le parecía haber escuchado su voz. Se incorporaba, temblorosamente, en la cama con los ojos muy abiertos. ¿Era su sorda rebeldía o mensajes encubiertos? Celine sentía que algo había perdido, su mitad entera.

Al rato, llegó Antoine sobresaltado por el tumulto de las calles a raíz del casamiento real.

‒Cómo es la gente curiosa. No tiene límites.

‒¿Y vos para qué te sumáis a ese pueblo frívolo?

‒Es que no sabía qué ocurría y por qué había tanto alboroto. Los pobres estamos tan lejos de todo ese artificio.

‒Somos más felices.

‒No sé.

 

 


‒¡Madrina! ‒gritó Alizee cuando llegó a la casa.

‒¡Qué os ocurre! ‒respondió Isabeline medio dormida por falta de descanso. Sus horas de insomnio se debían al trabajo que le daba Eugenie con el cuidado. No caminaba; la rehabilitación era nula.

‒He visto a Alexandre. ¿Te acordáis de ese joven rubio que venía con su madre a la consulta?

‒No ‒respondió Isabeline y levantó el cirio para iluminar el semblante de su ahijada.

‒Vamos, madrina. Él tendría veinte años.

‒Puede ser, es que estoy medio vieja y me olvido de las caras.

De súbito, golpearon bruscamente el aldabón con insistencia. Louise fue a atender pensando que podría ser el dueño de la Mercerie que venía a reclamar algo de lo que habían comprado unos minutos antes.

‒¡Alexandre! ‒gritó Alizee.

El joven estaba frente a ellos con la mirada fija, vaga y perdida. Los ojos rígidos y el cuerpo momificado. Llevaba en brazos un gato, lo arropaba como un recién nacido. El felino ronroneaba entre el sopor de las lanas con un sueño infantil.

‒¡Es Gorki! ‒volvió a gritar Alizee‒. Ven Alexandre, pasa, trae a Gorki; seguro que se ha escapado a la calle. ¡Es tan travieso e inocente!

Alexandre seguía parado en el dintel sin emitir palabra. Era esclavo de un sueño que lo poseía, cautivo, entre sus ropajes. Louise lo tomó del brazo con cuidado y lo acercó a la sala. Todos, infinitamente abrumados, miraban los gestos del muchacho que permanecía de pie con Gorki.

‒¡Alexandre! ‒le gritó Louise.

‒¿Qué? ‒respondió como en un susurro. Miró sus brazos que acunaban al gato y tuvo vergüenza. No sabía quién era y dónde se hallaba. Isabeline corrió a preparar café y Alizee lo ayudó a sentarse en el sillón de cara a la vela encendida.

‒Un milagro. Plegarias… plegarias.

‒¿A qué llamáis milagro? Es un problema. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ‒preguntó Louise ante el esotérico silencio.

‒Fui a ver el casamiento real ‒respondió Alexandre por lo bajo‒. Después regresé a casa y ya no recuerdo nada. Eso sí, estuve con Alizee en la calle frente a la tienda de telas.

‒Claro, pero luego te fuisteis entre el gentío que venía de la boda. Era un tumulto de gente, el pueblo mismo abarrotaba las calles enlodadas por la llovizna que arruinó la fiesta. Se veían aprendices con delantal, obreros que volvían de su trabajo, hombres y mujeres con paquetes bajo el brazo, ancianos caminando fatigosamente frente al crepúsculo y grupos de chiquillos que hacían resonar los suecos sobre las losas. No cesaban de pasar alternando el ritmo de quienes no sentían curiosidad por los acontecimientos reales. Y tú, Alexandre, entre los mecheros de aceite parecíais extraviado mientras las ráfagas de aire húmedo soplaban desde las callejas hacia las galerías alumbradas por lámparas funerarias.

Alexandre, sentado en aquel sillón con arabescos gitanos, no hablaba. Parecía pequeño y desmembrado; tenía el pelo descolorido y la barba rala. El rostro lleno de pecas le daba un aspecto de niño mimado.

‒Vamos, ¡despierta! Hay que llamar al doctor Trevou rápidamente.

‒No. Me retiro. ¿Dónde está el niño?

‒¡Por Dios! Era Gorki, el gato.

‒Ah… mejor. Les pido disculpas. Necesito el perdón.

‒¿De quién?

‒De alguien que ama demasiado.

**

LICIA. HERMANA MÍA.
-----------------María Antonieta, Palacio de Versalles, Luis XV, Las gemelas, Francia, La muerte, Visionarias, El Trianon, La frivolidad.

Hasta acá llegué con la historia de Alizee y de Celine, de María Antonieta: su reinado, las fiestas, los hijos y la ejecución...
Tantos son los temas de esta novela, y eso es lo que me gusta, mezclar todo: el amor, las visiones y las leyendas, los ojos azules, un crimen, las madres y las abuelas, los ancianos entre el realismo mágico y los cuentos de Andersen, los ángeles...
Si les gusta esta historia la pueden encontrar en Amazon. Un abrazo.

miércoles, 26 de junio de 2024

Licia (Cap VIII-Gorki,el gato-2da parte)

 


Plegarias


Alexandre había estado recorriendo el municipio de Versalles, cerca de París, en la región de la isla de Francia, porque le atraía mucho todo aquello que jamás podría alcanzar: la riqueza y la voracidad de quien todo lo tiene sin un esfuerzo.

Desde muy lejos, bajo la lluvia, se quedó mirando el castillo con sus velas interiores encendidas y las estancias donde las damas, con lujosos atavíos, continuaban brindando por los recién casados.

Alexandre era un ser extraño, ya había cumplido treinta años y algo, profundamente arcano, lo torturaba. De allí, el sonambulismo y todo lo que eso acarreaba: caminar de noche por las alcobas observando de manera voraz a sus padres y a  Celine, buscar llaves y salir a la calle semidesnudo, sentir monstruosos escalofríos cuando miraba los ojos de su hermana. Era penoso ver su aspecto deslucido y su inminente depresión. Llevaba un traje burdo, demasiado estrecho para él, sofocado por el cansancio.

Rosalie, a menudo, veía a su hijo rodando entre las aguas turbias del Sena, con el cuerpo rígido y los brazos en alto, pero también lo contemplaba en la cuna-balancín de mimbre, pequeño y frágil, tratando de hablar antes de tiempo. A Alexandre le pasaba algo, no había duda de ello.

‒¿Qué buscáis, hijo? ‒le preguntó el sacerdote de la capilla  al verlo confundido y con la vista ausente.

‒Necesito confesarme.

El párroco anciano con una mano se sostenía del hombro de Alexandre y con la otra se apoyaba en el bastón. Lo acercó a un reclinatorio de madera de nogal frente a dos estatuas de yeso que lo miraban con sus ojos secos entre sus mantos bendecidos. El ambiente parecía tórrido a pesar de la invalidez de las iglesias; quizá era Alexandre que no podía dominar sus demonios interiores, el hambre a libertad que laceraba sus entrañas, la insurrección y el deseo de amar.

Al rato, más aliviado, se alejó del templo con la convicción de que aquellas frases habían volado de su cuerpo y que el sosiego, con todo lo que tiene de sanador, llegaría a su corazón para saciar su arrebatado espíritu de los malos pensamientos.

A unos pasos de un escaparate, tapándose el rostro con un pañuelo de batista, se encontró con Alizee. Ella llevaba una falda de seda gris con una manteleta de encaje negro, un velo le cubría la cabeza y sus manos enguantadas parecían diminutas y finas. En torno a su figura flotaba un suave perfume de violetas.

‒¡Alizee! ‒le habló con timidez pues había pasado mucho tiempo. La última vez que la vio tenía ocho o diez años y él veinte.

‒No sé quién sois.

‒Alexandre Florent. ¿No me recordáis? Iba con mi madre a la casa de Madame Delfine. Había un galeno o algo parecido que me atendía. Se llamaba…

‒Trevou ‒respondió con rapidez Alizee mientras se acomodaba el velo como queriendo ocultarse más de aquel desconocido.

‒Sí, claro ‒añadió sonriendo Alexandre, pero su risa se apagó cuando miró sus ojos. Comenzó a temblar con intención de escapar de ella.

‒¿Te sientes bien?

‒No ‒aclaró de inmediato y giró sobre sus pasos para alejarse amarrado a una quietud que lo transformaba en espejismo. Él era prisionero, víctima y testigo de un pasado sin cerrojos ni fronteras. La soledad lo hostigaba. Alizee era también peregrina de una historia inexistente, detrás de una llama que se extinguía como si todo su cuerpo fuera un disfraz.

‒Vamos ‒le dijo Louise cuando salió de la tienda‒. ¿Os ocurre algo?

‒Vi al muchacho que iba a casa como paciente del doctor Trevou. Tendría unos treinta años, no lo conocí en un primer momento.

‒Yo si lo viera tampoco. Es que pasan tantos enfermos por el hospedaje que terminan todos teniendo la misma cara.

‒No creo, lo que ocurre es que no prestáis atención. ¡Señorita Louise! ¿Por qué la gente os llama así? ‒preguntó, de repente, Alizee.

‒Bueno, es que nunca me vieron con un esposo.

‒¿Y mi padre?

‒Ya os conté que me abandonó antes de que nacieras. Mejor no hablemos de él porque me pone la piel terrosa.

‒¡Pobre madre! ‒respondió Alizee entre risas.

Se alejaron de la Mercerie con cierta alegría. En aquel lugar humilde vendían de todo: ropa blanca, gorros de tul de canutillo, mangas y cuellos de muselina, camisetas, medias y tirantes; cada prenda pendía de un gancho de bronce. La vitrina se hallaba cubierta de sacos peludos usados y los gorros resaltaban sobre el papel blanco del escaparate. En el lateral derecho, se exhibían ovillos de lana rosa, cajas con redecillas para el pelo con cuentas de piedra ámbar, paquetes de agujas de tejer calcetines, modelos de tapicería y carretes de cintas. El negocio pobre era el lugar donde Louise podía comprar. No había dinero para lujos.

 

 **

‒¿De dónde vienes así agitado? ‒preguntó Rosalie mientras cosía un ruedo con una aguja de hueso sentada junto a Celine que bordaba con un aparato redondo y deforme de la abuela Lisa.

‒¡Madre, ya soy grande!

‒No interesa. Me gusta saber dónde está mi familia.

‒Pues, sois muy posesiva. No sabéis que los hijos sufren cuando las madres los vigilan y protegen tanto. Pasan a ser egoístas porque quieren manejar nuestras vidas. Sienten que les pertenecemos.

‒¿Acaso no es así?

‒No. Soy libre; un hombre de treinta años no puede descuidar sus palabras, ni por abatimiento ni por dolor.

‒Lloráis porque añoráis el tiempo que se fue, por eso dices con ese tono: ¡treinta años! ‒respondió Celine sin levantar la vista.



‒No sois parte de este diálogo. Estuve cerca del palacio de Versalles porque hoy se casaba el delfín Luis Augusto con una duquesa o princesa… algo así… que llegó de Austria. María Antonieta creo que se llama…

‒Ah…sí. ¿Y cómo se veían los novios?

‒Lujosos, notables y ambiciosos. Miraban al pueblo como si fueran esclavos sordos y ciegos, castigados.

‒¡Qué espanto!¡No me gustan los reyes!

‒A mí tampoco ‒dijo Celine y se fue a su alcoba.

**

LICIA. HERMANA MÍA.
-----------------María Antonieta, Versalles, Las gemelas, Luis XV, La Guillotina, Francia, La muerte, El Trianon.

martes, 25 de junio de 2024

Licia (Cap VIII-Gorki, el gato-1era parte)

 


VIII

GORKI, EL GATO

 

El 14 de mayo de 1770, al acercarse al puente de Berna, en el extremo izquierdo del bosque de Compiègne, donde la esperaban Luis XV, sus tres hijas y su nieto, María Antonieta mostró un brillo singular en sus ojos. Un halo de grandeza envolvía aquella escultura que ya arrojaba frío.

Las Señoras , Luis XV y el delfín sólo conocieron a la hija de María Teresa por los retratos pictóricos de la época, uno más bello que otro. A los catorce años era una muchacha espléndidamente formada, con rostro ovalado, cutis color entre el lirio y la rosa, ojos azules y vivos capaces de ordenar a un santo, cuello largo y gallardo. Para el gusto francés, sólo una boca pequeña dotada del desdeñoso labio inferior de los Habsburgo resultaba desagradable.

La joven descendió de la carroza con vehemencia y se arrodilló a los pies de Luis XV. Él, le presentó a su nieto.

El delfín, Luis Augusto, tenía dieciséis años. Todavía se encontraba bajo la autoridad de su preceptor, el señor de La Vauguyon quien lo había educado con la consigna de que cada mujer era una cortesana en potencia. María Antonieta se acercó y lo besó en la mejilla. El delfín se ruborizó ante aquel acto fuera de protocolo.

Es una reina consumada por el garbo, su figura y sus atributos, y lo que es más valioso aún: se dice que es de bondad inestimable. Sus rasgos tienen a la vez un halo solemne de humildad y de candor. El rey, la corte y sobre todo el señor delfín parecen maravillados con ella.   (Señora Luisa)

Los futuros esposos se alejaron de los aposentos del rey rumbo a la capilla donde su matrimonio recibiría su consagración religiosa otorgada por el capellán monseñor de La Roche-Aymon, arzobispo de Reims.

María Antonieta llevaba un vestido de brocado blanco con botones de diamantes y el delfín un traje bordado en oro. La pareja era seguida por el rey, las Señoras , los príncipes, la señora de Noailles y otras setenta damas. La inmensa galería de los Espejos estaba poblada de personas que asistían al desfile ya la misa que se vio empañada por una intempestiva tormenta que no permitió fuegos artificiales ni luminarias. Los curiosos terminaron alejándose del lugar sin poder ver a María Antonieta, quien ya provocaba todo tipo de hipótesis y de habladurías.

Joven, bella, inteligente, heredera de  Habsburgo  y con un árbol genealógico impresionante, su llegada avivó también los celos del pequeño mundo de la nobleza versallesca y de las Múltiples y dudosas alianzas.

La joven delfina tenía miedo de no acostumbrarse a su nueva vida. Su espíritu se desplegaba a la complejidad ya la astucia de la vieja corte y al libertinaje del rey  Luis XV  y de su amante Madame du Barry. Su marido, tímido y reservado, la evitaba. Ella trataba de amoldarse al protocolo pero lo aborrecía…

 

Un mes después de la noche de bodas, el matrimonio todavía no se había consumado. El delfín se mostraba distante y tímido y ella, ante tales circunstancias, pensaba que no había podido seducirlo, que algo no marchaba bien, y que sería mucho más complicada la conquista de Versalles. Luis Augusto prefería la compañía de Morfeo después de sus jornadas de cacería.

**

Licia. HERMANA MÍA.
-----------------María Antonieta, Palacio de Versalles-salón de los espejos-, Las gemelas, Luis XV, María Teresa de Austria, Francia.

lunes, 24 de junio de 2024

Licia. (Cap VII-La Carta-3era parte)

 


‒La debe haber escrito Celine ‒dijo Rosalie sin preocuparse demasiado‒. Ya conocéis a nuestra hija. No hay nadie más talentosa que ella.

‒No sé ‒comentó Antoine con cierto temor que lo abrumaba. Miró con desconfianza hacia la habitación de Celine y vio arrastrarse blanquecinos jirones de claridad.

‒¡Hola! ‒gritó la adolescente desde el otro lado, amarrada a los barrotes de la escalinata. Asustó a sus padres que la esperaban por el pasillo.

‒ ¿Qué maneras son ésas de aparecer? Nos asustáis. ¡Ya no sois tan niña como para jugar así!

‒Tengo catorce años y estoy débil y dolorida porque he perdido algo.

‒¿La carta? ‒respondió Rosalie.

‒¿Qué carta?

‒Mira…

‒No, yo no escribí estas líneas aunque son bonitas y están dedicadas a vos, madre. Sus letras tienen pájaros, diademas y ensueños y guardan abrazos de seda, horas inocentes que vuelven con los ojos llenos de rocío.

‒Vamos, Celine, no inventéis juegos a tu mamá que está cansada ‒le habló Antoine contemplando el rostro de su hija que parecía recitar las frases que, según ella, no había escrito.

‒Éste es un papel ajado por el polvo y las verdades ‒respondió Celine y miró a su padre de una manera brusca como pintando su ingenuo egoísmo, su apatía acostumbrada y ese carácter contemplativo, abnegado y pálido de quien no sabe qué hacer con la vida. Antoine la sublevaba‒. ¡Yo no lo escribí! ‒gritó‒. Lo debe haber robado el gato de alguna casa vecina, es medio tonto y pendenciero. ¿Por qué no le preguntáis a mi querido hermanito?

‒¡Basta de hacer planteos! Es un simple papel antiguo.

‒¡No! ‒gritó Rosalie cuando Antoine quiso romperlo en pedazos‒. Lo guardaré…

Cuando lo tomó para ocultarlo en el bolsillo del saco sintió un perfume conocido y sin decir nada se lo llevó a su alcoba. No estaba dispuesta a compartir sus pensamientos íntimos con Antoine, quien era un hombre tan imparcial que no la escuchaba ni la comprendía. Muchas veces, se sentía terriblemente sola en su universo de cuatro paredes. Sus hijos ya habían crecido y pronto se irían de su lado. Ella, perjudicada por sus inseguridades, por las dudas y por una sombra que la acompañaba desde hacía catorce años, sabía que moriría a la intemperie como los perros vagabundos porque nadie podía sanar las cicatrices que no se veían pero que la habitaban dejando la piel rasgada de tanto buscar respuestas.

 **

Eran las once de la mañana. La brisa helada soplaba por las callejuelas desiertas. La señorita Louise no oía más que el ruido regular de los pasos de Isabeline, quien estaba cuidando a Eugenie Berny, su protectora, que se había quebrado la cadera cuando se enredó con su propio hilo de tejer. El fresco le causaba una sensación de bienestar a Louise que prefería el invierno al estío. Acababa de despedir a un letrado que Madame Delfine había mandado llamar con insistencia.

Alizee estaba preparando el almuerzo. Se ocupaba de las tareas del hogar para ayudar a su madre: limpiaba, cobraba el dinero a los huéspedes, recibía a los pacientes de Pierre Trevou. A menudo, pensaba en una mujer y su hijo que hacía mucho que no veía; la extrañaba sin razón aparente, sentía cariño por ellos y deseo de buscarlos para saber de la vida que llevaban, de sus amores y desdichas y de todo aquello que, como un torbellino, le inundaba el corazón con una luz perturbadora, mística y viva.

‒Madre. ¿Sabéis que una doncella, de mi edad, viene desde la corte de Viena a Versalles para casarse con el delfín de Francia?

‒No me interesan esos argumentos de la monarquía, me aburren. Ellos mismos se cansan de verse las caras todos los días. No visteis cómo se miran, parecen estatuas de yeso.

‒Aclaman que la mujer debe estar sometida al esposo y que no debe tener otra ocupación que la de complacerlo y hacer su voluntad. El matrimonio feliz depende de que si la esposa es compañera, dulce y divertida.

‒¡Divertida! ‒se rio Louise.

‒Bueno… ‒respondió Alizee‒. Supongo que algo alegre. Madre, ¿cómo era papá?

A Louise se le crispó la piel al escuchar es pregunta. Su hija no sabía que había sido recogida en un portal, entre la multitud de paseantes, cuando ella buscaba sobras de comida. Miró por la ventana y vio esa bóveda celeste atestada de nubes que pasaban en sus angelicales procesiones.

‒Parece que va a llover.

‒No me respondisteis. Quiero saber sobre mi padre. Nunca me habéis hablado de él. Lo imagino indiferente, con cierto aire de abandono.

‒Se fue cuando todavía no habíais nacido.

‒De los lazos rotos nacen preciosas alas, los instantáneos nudos del azar, la inmortal aventura, aunque cada pisada clausure con un sello los paraísos prometidos.

‒Ay… Alizee. Todo lo arregláis con versos ‒comentó Louise acomodando el mantel para el almuerzo.

‒Y si no me contáis, tengo que imaginar y sabéis que para eso tengo un don.

‒Claro mi niña, lo tenéis desde el nacimiento. Recuerdo el día que falleció Balthazar cuando aparecisteis en la oscuridad.


‒Vine a despedirme; él lo quiso así. Estaba vencido y decidió que yo recogiera sus cenizas. Escuché en cada paso agónico su condena. Se lo veía remoto, inmóvil, como si tuviera una sombra asilada en su piel.

‒¿Presentíais su fin? ‒le preguntó con curiosidad Louise.

‒No, pero percibía que un límite, que ya existía, se había roto y que me unía a él en un adiós. Balthazar necesitaba verme para partir tranquilo y por eso yo llegué lo más rápido posible.

‒¿La muerte os llama? ‒preguntó asustada la señorita Louise‒. ¿Adivináis su llegada?

‒Vengo a ser como una religiosa que le da sus bendiciones a quien se va, sin hablar, sólo con la mirada.

**

LICIA. HERMANA MÍA.
-----------------María Antonieta, Versalles, El Trianón, Los verdugos, La guillotina, Luis XV, Los Campos Elíseos.