Parecía que en medio de esa
vorágine de desconocidos, ella había encontrado su lugar, sin billetes y sin
recuerdos. Se resignaba a vivir olvidada para siempre, a dormir ovillada junto
al gato negro; no intentaba fugarse porque no existía ningún deseo irrevocable.
Ella contemplaba con abatimiento
los residuos que los perros callejeros habían traído al patio ante la visión de
Socorro y su austeridad. Las dos se miraron en un momento como mujeres
sacrificadas que habían llegado al extremo del hastío.
-¿Tú rezas por mí, verdad? -le
preguntó Socorro con una debilidad extraña en su cuerpo obeso.
-Sí, hija -le respondió Letizia con
ternura.
-Tienes familia porque no he visto
a nadie que venga a visitarte.
-Todos han muerto -dijo Letizia con
excesiva indiferencia.
-¿Por qué vistes así, mujer?
-¿Cómo?
-Con esos trajes horribles y
oscuros.
-¡No mancille mi hábito! -gritó
enojada y se refugió en la pieza.
-¿Hábito? -dijo Socorro sorprendida
-. Entonces es una monja…
La cacharrería de la cocina comenzó
a trastabillar cuando la dueña de la pensión entró en el cuarto. Ahora sí podía
comprender el encierro y su envoltorio de mujer espectral. Las religiosas a
Socorro le provocaban escalofríos porque le parecían que le estaban anunciando
algún final.
El patetismo de Letizia le
demostraba su imagen antagónica; sin embargo, los creyentes no dejaban de
acercarse para recibir las oraciones.
-No lo levantes -le dijo Letizia a
una señora que cargaba un niño -. Échale limón sobre la cabeza, no lo acuestes en
su cuna boca abajo, vístelo de blanco y llévalo frente a la luz de la luna.
Sus remedios poco creíbles volvían
locos a los necesitados que se acercaban a ella con la desesperación propia de
quien está por perder la vida.
-El mundo domina los hechos,
hijo -le dijo a un joven que lloraba desesperado -. Resígnate al poder del Supremo
que él planifica el destino, lo ilumina y lo entibia para que encuentres un
camino recto.
Letizia no pensaba en nada pero las
palabras le salían de la boca como si tuvieran movimientos propios. Parecía
haber recuperado la cordura, pero en otro cuerpo.
Mientras regresaba Socorro, un
sacerdote se sentó a su lado en un banquillo de madera labrada. Impresionado
por esa visión, sintió pavor y, acorralado por los ojos de ella, se le crispó
la piel.
-¿Padre viene a darme la
extremaunción?
El cura salió corriendo como si hubiera visto al mismo Satanás. Letizia
se levantó despacio de la mecedora con el crucifijo, recogió el gato que
dormitaba a sus pies y se recluyó en las oscuridades. ¿Qué había visto o
escuchado el religioso que lo llevó a huir de esa manera? Tal vez, conocimientos
paranormales, la metamorfosis de una mujer simple o la locura; quizá la habría
reconocido, pero nadie sabía de su ríspido itinerario ni siquiera ella misma
porque era una persona sin pasado.
Los inquilinos desconfiaban de sus
actitudes pero la respetaban porque así lo quería Socorro que era la dueña.
-¿Sabe de dónde viene?
-No importa, déjala en paz porque
no molesta a nadie.
-Es que parece un ánima; usted le
vio los ojos hundidos y fijos, la piel alba y su cuerpo anémico.
-Mujer, no es un muerto.
-Pues… se parece mucho, señora.
Socorro por primera vez sintió un
temblor en sus piernas que la hizo apoyarse en la columna del alero.
-Lleva un gato negro, ¿la vio?
-Ese gato es de Manuel, el vecino
de enfrente que lo maltrata entonces el pobre animal viene a buscar refugio y
comida a la pensión. No me hagas asustar, mujer, que no soy de hierro.
-Yo que usted averiguaría, no
dormiría de noche, llevaría un fusil, llamaría a algún exorcista, rociaría con
agua bendita los rincones…
-¡Basta ve a hacer los trabajos!
Socorro se hallaba fuera de sí; trataba de no escuchar los comentarios de su amiga pero, en el fondo, sentía cierto escozor cada vez que la miraba a Letizia moverse por el cuarto o atender a los ingenuos que se acercaban a pedir medicinas para sus males.
-¿Me tiene miedo?
-¡Qué! -giró la mujer a punto de
desfallecer cuando Letizia le habló a través de los helechos sin dejar ver su
rostro-. Le tengo miedo al diablo -contestó aterrada.
-Yo no sé quién soy Socorro. No me
acuerdo de mi nombre.
-¿Por qué?
-No lo sé.
-Mira yo te diría que se nota que
eres una monja por la manera de vestirte, las cruces, las estampas y el deseo
casi desmedido de ayudar al prójimo, pero cuando miras de frente tienes una
vaga expresión dramática y hasta cruel.
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