Manuela había sentido miedo, por
las noches, cuando soñaba con los cuerpos amoratados de la morgue, con algún
delincuente colgado de la horca como manzana fresca y su cabeza sobre la reja
de los parques. Siempre había sentido temor pero ahora ella se burlaba de él
con su valentía. Cuando llegaron a la pensión, Manuela se detuvo temblorosa;
desde lejos, el patio de baldosas parecía un barco anclado por descuido entre
verbenas y jazmines del país. Los huéspedes estaban agazapados tras la
vegetación descansando en las poltronas desteñidas por el sol cual ancianos en
un geriátrico, con la tristeza y la soledad de la vejez. Socorro circulaba por los rincones; servía té
y refrescos. Ese lento ritmo tenía algo de amenazador porque ellos combatían
con las horas, perseguidos y esperando algo que no sabían de qué se trataba.
Algunos permanecían todo el día sentados contando las pastillas que debían
tomar, otros escuchaban la radio sin tener idea de lo que decía y otros miraban
televisión hasta las cuatro de la mañana.
Manuela levantó el bastón y cruzó
el patio rápidamente. El eco de sus tacones sobre el mosaico retumbaba en los
oídos de los hombres. El desparpajo de la dueña del lugar no la detuvo. Frente
a la puerta de la habitación de Letizia, tembló otra vez y el miedo apareció
con descaro tratando de revivir las secuelas de antaño.
-¡No siga buscando señora. A su
hija no se la tragó la tierra!-dijo Socorro con impertinencia.
Letizia lentamente abrió la puerta
y vio, allí parada, a Manuela. La apatía iluminó las huellas del presente;
actuaba como una sombra endurecida por el sufrimiento.
-¡Madre!-le dijo y la abrazó sin
darle tiempo a reaccionar-. No sé quién eres, madre -volvió a decir.
Manuela a punto de desfallecer
murmuró:
-Hija, estás enferma, eras tan
bella. Tu rostro sereno y tus manos finas y blancas, el pelo…
Manuela lloraba porque esa figura
vestida de negro con ese sombrero, que la observaba con recelo, no era la joven
que ella había criado con tantos cuidados.
Socorro sostenía un cuchillo con
cacha de hueso pues había estado haciendo unas tareas.
-¡No mate a mi madre! -gritó
Letizia cuando la vio acercarse con descuido.
-¡No… loca… loca…! Mátese usted,
aquí tiene, tome-le contestó Socorro fuera de sí empuñando el arma en dirección
a sus manos.
-Está enferma -dijo Manuela
suavemente-. Comprenda, debería darle lástima; no sabe lo que dice porque ha
pasado una vida desgraciada, de rutinas pesadas y con la debilidad de un
cansancio crónico y anémico.
hasta en los recónditos bosquejos los seres humanos ,mancillados ,rendidos , abatidos y encerrados
ResponderEliminarse rebelan dan su voz al susurro presto halor último que les queda varado en el reloj de su alma ardien-
te ilusión . hermoso relato mi escritora amiga Luján donde la vida de puñal puede aún todavia ser rosal
...me encantó leerlo ...mis saludos. jr.