martes, 23 de junio de 2020

El silencioso grito de Manuela (Cap IV-2da parte)




Encarnación vivía en una casa sin lujos ni estridencias, pero sí con un bello jardín donde ella misma arreglaba la vegetación que florecía en los meses de calor: Hemerocallis de color amarillo anaranjado, Agapanthus africans en combinación perfecta…
Alejandro Roca, su esposo, trabajaba en un negocio de compra y venta de antigüedades, desde muebles hasta joyas. El pequeño Damián ya tenía tres años. El niño era muy especial, callado y sumiso, tal vez miedoso, quizá porque Manuela ejercía sobre él su influencia, ese trauma psicológico que la llevaba a estados atemporales y dolorosos. Damián era solitario y reservado y sólo quería estar en compañía de su abuela porque en sus brazos se sentía seguro y no tenía dificultades para expresar sus escasas emociones.
Encarnación, rebelde como ninguna, manejaba el auto a altas velocidades por las rutas cuando viajaba a otras ciudades a comprar ropa, luego se internaba en las galerías atiborradas de telas, vestidos, encajes y maniquíes.
-Soy tu diseñador, deja los prejuicios y que yo elija la indumentaria-le decía Rafael a quien Encarna intentaba darle instrucciones.


Ella era su modelo preferida para desfilar los trajes de novia por su imponente figura y glamour; rubia y única le gustaban los drapeados y el corsé. Encarnación era frívola y trataba de reemplazar sus carencias emocionales con el estímulo de las pasarelas, la osadía del peligro, las corridas diarias entre los logros personales y el dinero.
Damián crecía entre las mantillas de Manuela con su pasado de lágrimas y el presente en guerra con las dolencias psicosomáticas de Letizia, la falta de respuestas y el estallido de su corazón en alerta.
Alejandro se había convertido en la sombra de Encarnación a quien amaba y trataba de complacer en la mayoría de los caprichos. Ella gobernaba sus euforias y frustraciones tanto como la voluntad de su esposo sin dejar nada librado al azar. Era una mujer bellísima, llena de vida, ambiciosa y alegre que vivía las emociones a paso acelerado, sin paz y con demasiados riesgos.

Manuela, con sus fobias, casi no reparaba en la conducta de su hija menor porque su preocupación era Letizia: débil, enfermiza, su espejo… Le  preparaba la comida preferida: lomo de cordero con albahaca, berenjenas y arándanos con crema embebidos en almíbar. A Julián le fascinaban los platos de Manuela tan deliciosos como los de un gourmet especializado. Es que ella cocinaba con sus estampas a la vista para bendecir las horas entre los dolores y el miedo, con la convicción de que las imágenes se alegraban con los dones naturales de sus afamadas cenas. Quería recoger milagros de ese vasto mundo de realidades tan cotidianas como abrumadoras para luego descansar en el sopor de sus lacrimógenas oraciones.

Letizia la acompañaba a las misas en la iglesia de San Francisco. Ataviada de una manera especial, trataba de sobrevivir entre las tumbas añosas del templo; sin embargo, iba a casarse con José Rodríguez y de allí en más pasaría a ser una hacendada en un ambiente desconocido que con sólo pensarlo la perturbaba a tal punto que, por momentos, deseaba que la boda no llegase nunca.




Una mañana Encarnación y Alejandro decidieron pasar una jornada en el río, al aire libre y en contacto con la naturaleza y la aventura. A Damián no le gustaba el agua y cerraba los ojos frente a la corriente que, según él, arrastraba lo que encontraba a su paso; de todas maneras, Damián era pequeño, educado dentro de una armadura de acero que Manuela había construido para protegerlo de la vida.
Encarnación y Alejandro se querían mucho, de eso estaban seguros, con un amor pasional y contradictorio y con el aburrimiento de haber compartido rutinas y algunas travesuras. Ella huía de la resignación de los días y él había dejado de ser para unirse a la tarea de explorar las horas de un reloj que pretendía acelerar los compases para llegar más rápido. ¿Dónde quería naufragar Encarnación? ¿Por qué calculaba los años?

Antes de subir a la canoa, Alejandro la miró y vio algo en sus ojos y en los rasgos de su rostro que la convertía, paradójicamente, en un ser frágil, profundo, sin arrugas interiores… Era una mujer para amar y envejecer.
A las dos horas, la embarcación se dio vueltas y la arrastró la corriente; los cuerpos desaparecieron de la superficie. Fue arduo el trabajo de exploración. A Alejandro lo encontraron en la orilla, entre las matas y los escorpiones, visiblemente muerto; ella fue sepultada para siempre en las entrañas mismas de ese río, sin reloj, con sus monstruos y verdugos, en la perpetuidad. Su rostro volvió a descansar en el retrato de Rocío y sus tulipanes.

Alejandro sobrevivió como testigo de la crudeza absurda de las partidas a destiempo. Él ya no pudo mirar más a los ojos a Manuela y le entregó a Damián en un acto despojado de egoísmo con el fin de reparar la pérdida, aunque el peso de la culpa lo acompañaría por el resto de su opaca existencia. ¡Qué pobreza la del desamparado cuando en su mirada sólo hay oscuridad y anestesia, la misma que paraliza los sentidos frente a los despojos de su cuerpo!

Manuela ya no se sublevó porque estaba segura que debía prescindir del amor para seguir viviendo; nada le servía, nada le alcanzaba… y el vacío era un antifaz que le tapaba los ojos, entre buitres y alimañas, con el alma hecha recuerdos y la cabeza aturdida de llantos.



Julián se había transformado en un espejo de su esposa cuando la inocencia se vestía de niña rubia; ya no le importaba la complejidad de los negocios, el dinero, el poder y las apariencias porque su vida estaba destruida. Sus amadas hijas se habían ido con el Dios de Manuela a contar estrellas. ¿Para qué?

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