Encarnación vivía en una casa sin
lujos ni estridencias, pero sí con un bello jardín donde ella misma arreglaba
la vegetación que florecía en los meses de calor: Hemerocallis de color
amarillo anaranjado, Agapanthus africans en combinación perfecta…
Alejandro Roca, su esposo,
trabajaba en un negocio de compra y venta de antigüedades, desde muebles hasta
joyas. El pequeño Damián ya tenía tres años. El niño era muy especial, callado
y sumiso, tal vez miedoso, quizá porque Manuela ejercía sobre él su influencia,
ese trauma psicológico que la llevaba a estados atemporales y dolorosos. Damián
era solitario y reservado y sólo quería estar en compañía de su abuela porque
en sus brazos se sentía seguro y no tenía dificultades para expresar sus
escasas emociones.
Encarnación, rebelde como ninguna,
manejaba el auto a altas velocidades por las rutas cuando viajaba a otras
ciudades a comprar ropa, luego se internaba en las galerías atiborradas de telas,
vestidos, encajes y maniquíes.
-Soy tu diseñador, deja los
prejuicios y que yo elija la indumentaria-le decía Rafael a quien Encarna
intentaba darle instrucciones.
Ella era su modelo preferida para
desfilar los trajes de novia por su imponente figura y glamour; rubia y única
le gustaban los drapeados y el corsé. Encarnación era frívola y trataba de
reemplazar sus carencias emocionales con el estímulo de las pasarelas, la
osadía del peligro, las corridas diarias entre los logros personales y el
dinero.
Damián crecía entre las mantillas
de Manuela con su pasado de lágrimas y el presente en guerra con las dolencias
psicosomáticas de Letizia, la falta de respuestas y el estallido de su corazón
en alerta.
Alejandro se había convertido en la
sombra de Encarnación a quien amaba y trataba de complacer en la mayoría de los
caprichos. Ella gobernaba sus euforias y frustraciones tanto como la voluntad
de su esposo sin dejar nada librado al azar. Era una mujer bellísima, llena de
vida, ambiciosa y alegre que vivía las emociones a paso acelerado, sin paz y
con demasiados riesgos.
Manuela, con sus fobias, casi no
reparaba en la conducta de su hija menor porque su preocupación era Letizia:
débil, enfermiza, su espejo… Le
preparaba la comida preferida: lomo de cordero con albahaca, berenjenas
y arándanos con crema embebidos en almíbar. A Julián le fascinaban los platos
de Manuela tan deliciosos como los de un gourmet especializado. Es que ella
cocinaba con sus estampas a la vista para bendecir las horas entre los dolores
y el miedo, con la convicción de que las imágenes se alegraban con los dones
naturales de sus afamadas cenas. Quería recoger milagros de ese vasto mundo de
realidades tan cotidianas como abrumadoras para luego descansar en el sopor de
sus lacrimógenas oraciones.
Letizia la acompañaba a las misas
en la iglesia de San Francisco. Ataviada de una manera especial, trataba de
sobrevivir entre las tumbas añosas del templo; sin embargo, iba a casarse con
José Rodríguez y de allí en más pasaría a ser una hacendada en un ambiente
desconocido que con sólo pensarlo la perturbaba a tal punto que, por momentos,
deseaba que la boda no llegase nunca.
Una mañana Encarnación y Alejandro
decidieron pasar una jornada en el río, al aire libre y en contacto con la
naturaleza y la aventura. A Damián no le gustaba el agua y cerraba los ojos
frente a la corriente que, según él, arrastraba lo que encontraba a su paso; de
todas maneras, Damián era pequeño, educado dentro de una armadura de acero que
Manuela había construido para protegerlo de la vida.
Encarnación y Alejandro se querían
mucho, de eso estaban seguros, con un amor pasional y contradictorio y con el
aburrimiento de haber compartido rutinas y algunas travesuras. Ella huía de la
resignación de los días y él había dejado de ser para unirse a la tarea de
explorar las horas de un reloj que pretendía acelerar los compases para llegar
más rápido. ¿Dónde quería naufragar Encarnación? ¿Por qué calculaba los años?
Antes de subir a la canoa,
Alejandro la miró y vio algo en sus ojos y en los rasgos de su rostro que la
convertía, paradójicamente, en un ser frágil, profundo, sin arrugas interiores…
Era una mujer para amar y envejecer.
A las dos horas, la embarcación se
dio vueltas y la arrastró la corriente; los cuerpos desaparecieron de la
superficie. Fue arduo el trabajo de exploración. A Alejandro lo encontraron en
la orilla, entre las matas y los escorpiones, visiblemente muerto; ella fue
sepultada para siempre en las entrañas mismas de ese río, sin reloj, con sus
monstruos y verdugos, en la perpetuidad. Su rostro volvió a descansar en el
retrato de Rocío y sus tulipanes.
Alejandro sobrevivió como testigo
de la crudeza absurda de las partidas a destiempo. Él ya no pudo mirar más a
los ojos a Manuela y le entregó a Damián en un acto despojado de egoísmo con el
fin de reparar la pérdida, aunque el peso de la culpa lo acompañaría por el
resto de su opaca existencia. ¡Qué pobreza la del desamparado cuando en su
mirada sólo hay oscuridad y anestesia, la misma que paraliza los sentidos frente
a los despojos de su cuerpo!
Manuela ya no se sublevó porque
estaba segura que debía prescindir del amor para seguir viviendo; nada le
servía, nada le alcanzaba… y el vacío era un antifaz que le tapaba los ojos,
entre buitres y alimañas, con el alma hecha recuerdos y la cabeza aturdida de
llantos.
Julián se había transformado en un
espejo de su esposa cuando la inocencia se vestía de niña rubia; ya no le
importaba la complejidad de los negocios, el dinero, el poder y las apariencias
porque su vida estaba destruida. Sus amadas hijas se habían ido con el Dios de
Manuela a contar estrellas. ¿Para qué?
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