A ambos les sobraban las horas de
una existencia que velaba el presente con cirios púrpuras y el futuro era una
máscara que asomaba su faz por las ojivas en las noches de tormentas
eléctricas. Manuela y Julián dependían de los retratos, aunque a Damián jamás
le mostraban la foto de su madre. Encarnación se había dormido entre los
álbumes; ya no se parecía a Rocío que seguía gobernando la sala con los
tulipanes de seda.
Damián jugaba en los brazos de
Letizia a quien llamaba mamá porque no podía elegir; Alejandro, su padre, lo
venía a buscar y lo acompañaba a la casa de Lola para que cambiara de ambiente.
Ella era una abuela “normal” que le compraba helados y lo llevaba a la plaza a
jugar con otros niños aunque él se mostrara retraído. Tampoco le hablaba de
Encarnación, ni de su fama ni de sus huellas, porque inconscientemente no la
quería por haber desafiado al peligro sin pensar en la familia. La consideraba
una mujer egoísta, educada con absoluta libertad, a quien los problemas de las
personas le resbalaban dejando relucir su alma mezquina. Lola no quería que su
nieto recordara a su madre de esa manera; ella, llegado el momento, se
encargaría de inventar un personaje noble a los ojos de la criatura. Sin
embargo, Damián, a su manera, ya estaba sufriendo los estragos del abandono y
de una ausencia que se hacía esperar y que estaba pintada en algún sueño, en
una caricia lejana, en una canción de cuna…
Letizia, mientras tanto, entre el
dolor y el miedo, preparaba su casamiento con José Rodríguez. Ella sentía que
debía buscar la salida, una oportunidad para alejarse del resto sin importarle
el amor. No estaba segura de ser la novia ideal porque ya no sabía dónde se
hallaba parada. José era el hombre que debía ser su marido y eso bastaba para
poder seguir viviendo, con resignación, sin entusiasmo, con las cargas que el
destino le imponía. En ella no se gestaba el más mínimo deseo porque todo era
estudiado con anterioridad, certificado por Manuela y Julián y por los médicos
que no sospechaban la soledad que Letizia sentía en su alma. Apostaba a su
cordura infantil, alimentada por su madre, a la automedicación y al llanto que
siempre, tan inoportuno, delataba su pasiva violencia.
José le daba seguridad para
defenderse de los invasores imaginarios pero era algo indiferente cuando se
alejaba para partir al campo a lidiar con los sembrados y los animales; sin
embargo, sabía dividir su tiempo porque pensaba que todas las mujeres
necesitaban las mismas cosas. La imagen de Letizia expresaba su impotencia
frente a las horas de vida que le pesaban… pero José no se daba cuenta porque,
tal vez, se egocentrismo no le permitía ponerse en el lugar de ella y asumir el
compromiso. La familia de Letizia estaba quebrada y nada le devolvería la paz.
Damián crecía al amparo de Manuela
y de Letizia. Lola, la otra abuela, quería rebelarse ante el misterio de esa
casa legendaria con códigos absurdos y dañinos para el niño, pero Manuela era
demasiado absorbente y posesiva capaz de desafiar reglas establecidas como
modelos. A ella su corazón le hablaba y le decía que Damián estaba ocupando el
lugar abandonado por Rocío y por Encarnación como un regalo de sus hijas.
Manuela, por orden del Supremo, debía protegerlo de la vida invadida por
asesinos y víctimas, protestas y libertinaje, seres oscuros y santos de yeso.
-Tú sabes que Dios está en los
cielos. Júrame que no saldrás a la calle. Júrame que no morirás…- le decía
Manuela en susurros cuando lo veía dormir en la cama de Rocío con su mismo pelo
lacio y rubio. Ese ángel sobreviviente era el lazo que la unía a la pesadilla y
al último paso que la arrojaba al futuro. ¡Pobre niño! Sobre él caía la guerra
de una familia contra el mundo que pendía de un hilo y que afrontaba el reto
del mañana pero enturbiaba el presente.
Julián, resignado y apático, se
refugiaba en el trabajo mientras trataba de acrecentar el capital aunque ya no
le importaban los billetes. Había descubierto el paraíso y el infierno en pocos
años, de nada le servía el dinero porque no le daba felicidad. Podía nadar en
él hasta ahogarse y gritar hasta quedar mudo; nadie le devolvería aquello que,
como un escultor, había creado y que valía más que el oro. Todos parecían
autómatas, no lloraban ni reían, sólo se levantaban por las mañanas y se
acostaban por las noches con un macabro ejercicio no premeditado.
¿Esperaban algo o se dejaban llevar
por la renuncia?
Manuela y Julián estaban persuadidos
de que las llamas los podían abrasar sin que se dieran cuenta del ardor porque
se consideraban inmunes al peligro, pero era de ilusos pensar que no volverían
a caer porque el sufrimiento no estaba vedado ni se amparaba en lo profano. Su
imagen incorpórea era veloz y ahondaba en las miradas, en el andar titubeante,
en la espera…
Gusto mucho ..
ResponderEliminarGracias Nassah. Un beso.
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