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El silencioso grito de Manuela (Cap IV-3era parte)




A ambos les sobraban las horas de una existencia que velaba el presente con cirios púrpuras y el futuro era una máscara que asomaba su faz por las ojivas en las noches de tormentas eléctricas. Manuela y Julián dependían de los retratos, aunque a Damián jamás le mostraban la foto de su madre. Encarnación se había dormido entre los álbumes; ya no se parecía a Rocío que seguía gobernando la sala con los tulipanes de seda.

Damián jugaba en los brazos de Letizia a quien llamaba mamá porque no podía elegir; Alejandro, su padre, lo venía a buscar y lo acompañaba a la casa de Lola para que cambiara de ambiente. Ella era una abuela “normal” que le compraba helados y lo llevaba a la plaza a jugar con otros niños aunque él se mostrara retraído. Tampoco le hablaba de Encarnación, ni de su fama ni de sus huellas, porque inconscientemente no la quería por haber desafiado al peligro sin pensar en la familia. La consideraba una mujer egoísta, educada con absoluta libertad, a quien los problemas de las personas le resbalaban dejando relucir su alma mezquina. Lola no quería que su nieto recordara a su madre de esa manera; ella, llegado el momento, se encargaría de inventar un personaje noble a los ojos de la criatura. Sin embargo, Damián, a su manera, ya estaba sufriendo los estragos del abandono y de una ausencia que se hacía esperar y que estaba pintada en algún sueño, en una caricia lejana, en una canción de cuna…





Letizia, mientras tanto, entre el dolor y el miedo, preparaba su casamiento con José Rodríguez. Ella sentía que debía buscar la salida, una oportunidad para alejarse del resto sin importarle el amor. No estaba segura de ser la novia ideal porque ya no sabía dónde se hallaba parada. José era el hombre que debía ser su marido y eso bastaba para poder seguir viviendo, con resignación, sin entusiasmo, con las cargas que el destino le imponía. En ella no se gestaba el más mínimo deseo porque todo era estudiado con anterioridad, certificado por Manuela y Julián y por los médicos que no sospechaban la soledad que Letizia sentía en su alma. Apostaba a su cordura infantil, alimentada por su madre, a la automedicación y al llanto que siempre, tan inoportuno, delataba su pasiva violencia.

José le daba seguridad para defenderse de los invasores imaginarios pero era algo indiferente cuando se alejaba para partir al campo a lidiar con los sembrados y los animales; sin embargo, sabía dividir su tiempo porque pensaba que todas las mujeres necesitaban las mismas cosas. La imagen de Letizia expresaba su impotencia frente a las horas de vida que le pesaban… pero José no se daba cuenta porque, tal vez, se egocentrismo no le permitía ponerse en el lugar de ella y asumir el compromiso. La familia de Letizia estaba quebrada y nada le devolvería la paz.


Damián crecía al amparo de Manuela y de Letizia. Lola, la otra abuela, quería rebelarse ante el misterio de esa casa legendaria con códigos absurdos y dañinos para el niño, pero Manuela era demasiado absorbente y posesiva capaz de desafiar reglas establecidas como modelos. A ella su corazón le hablaba y le decía que Damián estaba ocupando el lugar abandonado por Rocío y por Encarnación como un regalo de sus hijas. Manuela, por orden del Supremo, debía protegerlo de la vida invadida por asesinos y víctimas, protestas y libertinaje, seres oscuros y santos de yeso.

-Tú sabes que Dios está en los cielos. Júrame que no saldrás a la calle. Júrame que no morirás…- le decía Manuela en susurros cuando lo veía dormir en la cama de Rocío con su mismo pelo lacio y rubio. Ese ángel sobreviviente era el lazo que la unía a la pesadilla y al último paso que la arrojaba al futuro. ¡Pobre niño! Sobre él caía la guerra de una familia contra el mundo que pendía de un hilo y que afrontaba el reto del mañana pero enturbiaba el presente.

Julián, resignado y apático, se refugiaba en el trabajo mientras trataba de acrecentar el capital aunque ya no le importaban los billetes. Había descubierto el paraíso y el infierno en pocos años, de nada le servía el dinero porque no le daba felicidad. Podía nadar en él hasta ahogarse y gritar hasta quedar mudo; nadie le devolvería aquello que, como un escultor, había creado y que valía más que el oro. Todos parecían autómatas, no lloraban ni reían, sólo se levantaban por las mañanas y se acostaban por las noches con un macabro ejercicio no premeditado.



¿Esperaban algo o se dejaban llevar por la renuncia?

Manuela y Julián estaban persuadidos de que las llamas los podían abrasar sin que se dieran cuenta del ardor porque se consideraban inmunes al peligro, pero era de ilusos pensar que no volverían a caer porque el sufrimiento no estaba vedado ni se amparaba en lo profano. Su imagen incorpórea era veloz y ahondaba en las miradas, en el andar titubeante, en la espera…



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