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Perder el Alma (Cap 2-La extraña carta. 2da parte)

 


−¿Estás indeciso, hijo?

−Iré a mi casa. Me queda cerca, sólo que no voy nunca porque me aturden los gritos y los reclamos. Ese desvarío que no es más que insatisfacción y resentimiento. La ausencia de papá me duele más que todo. Yo era chico cuando murió y no he podido superarlo.

−Tienes que acomodar un poco esas vidas.

−La carta puede traer luz a tanto desconcierto. Bendiciones, padre.

−Qué Dios te acompañe.

 

 

Mía ya había hecho la denuncia para que la policía buscara a su hija.

No estaba segura de que se la llevó  la mucama; sin embargo, habían desaparecido las dos al mismo tiempo. Mía no podía creer que, después de haberla asistido en el parto, Susan le hubiera arrebatado a la niña. Parecía tan dulce y entregada, tan solidaria. Pero la sirvienta, como ella la llamaba, tenía todo calculado desde tiempos inmemoriales; al único que quería y respetaba era a Salvador porque él era una víctima y porque le daba un lugar, el que merecía, aunque a veces desconfiaba de ella o la retaba. Susan le perdonaba todo; a los demás los aborrecía, pero trataba de disimular.

Mía esperaba noticias.

Recorría el salón consumida por alguna pastilla tranquilizante y miraba los techos y las terrazas con los ojos vidriosos. Dos veces había perdido a Alma: primero cuando se la llevó la mujer fantasma y la entregó en brazos de la abuela Úrsula y ahora…

¿Qué mal había hecho para merecer tanto castigo?

Su frivolidad traspasaba los límites del asombro, pero ella no se daba cuenta. El egoísmo era parte de su carácter altanero, y la soberbia se confundía con los impulsos de Roberto y de su madre. Eran despreciables y merecían el infierno, así lo creía Susan. Por ello se llevó a la niña, para castigarlos, pero también para salvarla de ese destino gobernado por cerebros huecos.

−¡Recorriste el pueblo! –le dijo a Roberto cuando entró dando un portazo y sin deseos de hablar.

−Si la policía no la encuentra… ¿Qué puedo hacer yo?

−¡Colaborar! –le gritó fuera de sí. Me preocupa mamá.

−Ah, claro. ¿Y la niña? ¡Una sobrina! ¡Tu sangre! Si mamá mató a papá se merece eso y mucho más.

−¡No hables así de nuestra madre! ¡Ella no fue! –vociferó Roberto alienado, y con el capricho del primer día cuando Dolores se entregó a la policía. Él sabía que ella lo estaba cubriendo para salvarlo porque Susan lo había denunciado, pero que no había cometido ningún crimen.

Para Mía primero estaba Alma.

No tenía espacio para otras conjeturas. La niña era su motivo de ser y encontrarla era la única razón para vivir. Si tenía que pedir perdón lo haría, se arrodillaría frente al mismo Dios, rezaría y suplicaría. No quería, no podía, seguir sin ella. No le interesaba cada día y cada noche porque estaba atrapada en una jaula de barrotes de acero.

−¡Tú te cavaste tu propia tumba! ¡Ahora, hazte cargo! –le gritó Roberto−. ¡Y basta de chillar!

−¿Y tú eres perfecto? ¿Desde cuándo exiges paciencia y respeto?

−¡Yo soy un desastre pero me hago cargo!


−Ah… ¿sí? Entonces… ¡Ve a sacar a mamá de la cárcel! ¡Cobarde! ¡Di que fuiste tú quien mató a papá y no dejes que ella cargue con un crimen que no cometió!

−¡Yo no fui! ¡Yo no fui!

Mía salió de la habitación y lo dejó solo con toda la furia contenida.

−Dios está con nosotros –se oyó desde el pasillo.

−¡No! –reaccionó Roberto por lo bajo al comprobar que se trataba de Guillermo.

Los dos hermanos, frente a frente, se miraron en silencio.

Guillermo, como sacerdote que era, trataba de calmar los ánimos. El ambiente, tenso, no dejaba espacio a las palabras que se escapaban sin la única oportunidad de salvar lo poco que quedaba de cordura.

−Sabes que Mía volvió a perder a su hija. Bueno… ¡Qué vas a saber tú si nunca te enteras de nada!

−¿Qué pasó?

−Desapareció. Suponemos que se la arrebató Susan porque tampoco está por ningún lado.

−¡Dios mío! Hay que conservar la calma.

−¡Qué fácil que es todo para ti!

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PERDER EL ALMA
Me deben una vida...
La venganza.

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