1-FANTASMAS, GRITOS Y SALMOS
¡Es
mi hija!
Susan
Alina Avellaneda siempre quiso tener un hijo…
Aquel
día, veinte años atrás, lo había robado y hoy no estaba arrepentida porque Alma
era el único motivo que tenía para luchar por su vida. No le importaba Mía, su
verdadera madre, ni los derechos de Alma: saber cuál era su identidad. Ella la
había educado con amor, el que le hubiera faltado en aquella casa desierta de
abrazos, donde, como mucama, fue humillada hasta el hartazgo por Dolores y por
Roberto, su hijo. De Salvador Ferrer, el patrón, no tenía nada que decir, era
una víctima igual que ella. Por eso murió en soledad o lo mataron… No lo sabía,
ya no le importaba.
Tenía
la obligación de vivir para continuar cuidando a la luz de sus ojos, pero el virus traicionero, el que la había
alcanzado por descuido, la estaba dejando sola y aislada, a punto de partir sin
poder despedirse.
−Hija…
Argentina.
Año 2000.
Susan
entró al cuarto de Mía, ella permanecía dormida. De lejos, vio a la niña Alma,
un rato antes, jugar en sus brazos con el rostro alegre y la respiración sonora
y profunda. Ella despreciaba a esa familia por haber ofendido su dignidad con
el solo fundamento de ser la esclava, el ser que renegaba de su ignorancia pero
que sabía de las miserias de aquellos a quienes les importan sólo las
apariencias.
La
mucama retrocedió con los ojos entornados y llenos de lágrimas. Derrumbó un
botijo antiguo que estaba sobre el cajón de las medicinas. Mía no se inmutó. Al
lado de la cama, un brizo envuelto en lanas color rosa esperaba la siesta para
atrapar a Alma y guardarla en su sopor.
Un destello de furia se apoderó de Susan mientras su mano se aferró al borde de la cama donde Mía dormía. Los repudiaba, quería acabar con esa familia.
En
ese momento, Alma comenzó a llorar. La criada retrocedió nuevamente. Ese
lamento penetró en su corazón como un ensordecedor grito que quemó sus
vísceras; entonces, volvió junto al lecho, levantó a Alma y la cubrió con un
manto blanco. Sin hablar, poseída por un endemoniado salvajismo, huyó por el
camino hacia llegar a la estación. Escuchó un silbato desde lejos y esperó… No
podía perder más tiempo.
Sin
ser vista por nadie, logró subir al tren con rumbo desconocido.
Susan
Alina Avellaneda se perdió entre el polvo de los caminos y la sirena del tren
que parecía desbocado. Tenía que huir a algún lugar distante, entre el cielo y
el mar, donde pudiera convertirse en la madre que soñaba.
Ella
no era una mala mujer, pero las humillaciones la habían alcanzado a rozar y la
apatía no le permitía resolver los problemas urgentes. Quizá, no quería. El
egoísmo de los otros era tan cruel que le había colocado un disfraz delante de
los ojos. No podía razonar bien; no era aquella Susan, la de los primeros
tiempos, porque los años y las carencias la cargaron de resentimientos. La
maldad de los otros entró en su cuerpo como una aguja de acero y se cansó de
repetir:
−Sí, señora.
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