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Perder el Alma (Cap I-fantasmas, gritos y salmos. 2da parte)



Los gritos de Dolores y su locura le calaron hondo en las entrañas para dejar a la vista las miserias que nunca tuvo y la envidia y el odio que no conocía…

El entorno enferma a la más sana de las personas.

 

El tren se detuvo en el pueblo siguiente…

Susan, sin pensarlo dos veces, y como perdida, descendió del vagón y se ocultó entre la gente. Era un milagro que Alma todavía no hubiera llorado. Es que conocía sus cálidos brazos. La tapó mejor con la manta de lana. Lo que nunca había pensado hasta ahora era que no tenía dinero. ¿Cómo alimentaría a la niña? ¿Y ella? Morirían las dos atrapadas por aquellas miradas desprolijas, que parecían piadosas porque no la veían como una pobre mujer limosnera. Caminó al costado de una plaza donde jugaban unos niños. Recordó que muchos decían que en el año 2000 llegaría el fin del mundo: guerras, epidemias… La Biblia lo decía.

“¿Fue Nostradamus o la Biblia, los historiadores o quién?”, pensó con la vista en un punto fijo, dispersa.

No se le ocurría otra idea que permanecer sentada en ese banco helado escuchando las risas. Ella no era feliz, pero tenía esperanzas. Le había robado el bebé a la patrona engreída; la castigó por todos los hachazos verbales que, desde lo alto, desde aquel podio en el que se subía para castigar a los humildes, le había propinado y ahora sabía que la buscaría por cielo y tierra. Por eso debía esconderse mejor. No le temía a Dolores y a Roberto, pero sí a Mía.

¿Y Guillermo? Era el sacerdote de la familia y vivía en un monasterio. Siempre se enteraba tarde de todo, pero también tenía el alma sana y comprensiva.

De lejos, vio un carro de lechero que regresaba al campo con los tarros vacíos. Se apuró. Lo detuvo.

−¿Va para la media legua, cerca de la ruta?

−Sí, mujer.

−¿No me acerca? Después yo sigo caminando porque la casa me queda a unos pasos.

−¿Y con ese chico va a ir arriba del carro? Va a llorar el crío.

−No se preocupe por eso. ¿Me ayuda?

−Me molestan los niños chillones.

−Por favor. Tenga compasión. Es un rato, media hora.

−Está bien –respondió el tambero acomodándose la boina de vasco.

¿Cuánto duraría ese vagar de mujer desaparecida en busca de fundamentos perdidos para salir decentemente del mundo, de esa trampa?

No lo sabía. Ella no podía alterar esa realidad, esa búsqueda de partes olvidadas, que se le presentaba como un hecho permanente. La colaboración tenía que llegar de afuera, de otros. Un faro en ese viaje. Recuperar el ritmo de vivir.

−La dejo acá porque yo tengo que seguir más adelante –dijo el tambero. Fue la única palabra que compartió en el corto trayecto.

−Sí, gracias, está bien. Y disculpe si lo molesté, no tenía otra alternativa. Qué le vaya bien.

−Me puede devolver el sombrero –le respondió el hombre porque Susan se había olvidado de entregarle un sombrero de paja que le había prestado para protegerse del viento.

−Oh, perdón.

Se lo dio, y el campesino apuró al caballo y partió sin mirarla. Le había fastidiado demasiado tener que ayudarla ya que desconfiaba de ella y de ese bebé que cargaba…

“Mejor es no meterse en esos asuntos oscuros; la mujer tenía mala cara. ¿Quién sabe dónde irá a parar con ese chico mal comido? Pobre, no tiene la culpa de esa madre que le tocó”, pensó el desconocido mientras se alejaba por esas pampas sucias del polvo de los caminos, de las cosechadoras y de las camionetas atiborradas de pasto para las vacas.


Susan empezó a caminar por el sendero hasta llegar a la humilde casa. En definitiva, se hallaba a pocos kilómetros de la mansión de los patrones en el pueblo vecino. En un principio, arrebatada por la furia, pensó en escapar al sur y desaparecer para siempre.

Es grande el resentimiento cuando el rencor se apodera de los sentidos, se busca huir para hallar la paz anhelada que puede parecer ajena y hasta imprecisa, pero necesaria.

Alma tenía un chupete enorme y ya estaba empezando a inquietarse. Demasiado había soportado el arrebato de Susan, el corto viaje en tren y las sacudidas del carro. Parecía sentir más tranquilidad en los brazos de Susan que en su casa dorada junto a Mía, su madre. La niña ya percibía las tormentas, y cualquier viento era más sanador que una mansión con fantasmas, gritos, salmos y muros de piedras preciosas.

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PERDER EL ALMA
Me deben una vida...
Escaparse de uno mismo.

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