IV
Al bebé de Encarnación lo llamaron
Damián porque ella había elegido ese nombre desde el primer día que supo que
estaba embarazada.
Un estremecimiento de aprensión y
gusto inundó el alma de Manuela al contemplar al niño, su nieto, pero los
bellos pensamientos se le mezclaban con los trastos de los mausoleos, con los
espíritus que volvían al lugar de la partida, con aves negras que hablaban
entre el frondoso ramaje de los paraísos y sus hojas virginales, sus ruegos
incompletos y el perfume de Rocío que se esfumaba en la atmósfera con efluvios
balsámicos… Ella seguía siendo una criatura a pesar de ser abuela.
Letizia y Julián observaban al
recién nacido; trataban de contener el aliento mientras Manuela se sumergía en
la senectud de la infancia. Imaginaban a Damián corriendo entre los pájaros,
las orquídeas y los tulipanes, con los gatos en el patio de las madreselvas.
Encarnación, ama y señora de sus
decisiones, pensaba en tener su propio hogar, sin pasado y sin lágrimas, donde
el viento destemplara los cuartos.
Alejandro Roca era una persona
humilde, intelectual, con un trabajo simple y a veces demasiada tranquilidad.
Era ella la que llevaba adelante la vida de todos como gobierno de un distrito,
esposa de capitán o simplemente una española obstinada ante las palabras y los
reclamos de quienes creían tener las soluciones.
Manuela, cansada por las patologías
que sufría su cuerpo, no tenía fuerzas para contradecir a su hija porque ya
veía alas de gaviotas cruzar la infinitud del cielo en vuelos errantes. Su
tremendo vacío la escoltaba por las calles hasta llegar a la casa de sus
padres. Allí entre las obras de arte y los finos muebles se sentía libre.
-Ven acá, niña, no corras… ¡Qué
desgracia, te has lastimado!-decía su madre en los recuerdos, lloraba como si
Manuela fuera a morir.
En un cajón del armario de cedro
había un incensario del siglo XVIII con perfume a sándalo; lo encendió y como
un candil le iluminó los ojos húmedos.
-Jesucristo ha entrado en esta
casa-dijo Francisca desde la cocina con un trozo de torta de manzana y
avena.-Deberías estar feliz con tu nieto que es la luz de los ojos de Rocío.
Aquella niña muerta sería por
siempre el motor para seguir adelante, el espejo agrisado de sus canas y el
motivo de las alegrías y de los lamentos porque su rostro encendía las velas y
sahumerios, ordenaba con la voz de Encarnación, lloraba como Damián…
Manuela volvió, después de una
jornada triste, a su altar doméstico donde se resguardaba de la negación del
futuro frente a sus propias frustraciones. No aceptaba la muerte a pesar de ser
tan católica pero tampoco creía en la vida porque la sentía frágil, corta,
impredecible… El miedo tiraba las riendas de su caballo y ella quería
arrojarse, cerca del arroyo, en el descampado, para que alguien o todos la
dejaran en paz, pero seguía al trote, endurecida, por un túnel hecho por
hombres de ideas geográficas.
-¡Manuela…mujer!-gritaba Julián
desde la sala con la voz que sonaba como chasquido de cuchillo.
-Perdón…necesitas algo.
-Encarna ya está instalada en su
nueva casa. Le compré muebles, sábanas, enseres, hilados… tú sabes-dijo Julián
con alegría desbordante.
-Ella hubiera preferido dormir en
el piso, la conoces…
-No importa, es mi hija y la amo;
respiro por su aire y por el de mi nieto. Tú eres indiferente. ¡Qué te pasa
Manuela, reacciona!
-Amor, esta quietud es más poderosa
que mi alegría. No escuches mis palabras apocalípticas porque ya no sacuden a
nadie.
Julián la miró confundido y un
sudor de tabaco y sal le recorrió el cuerpo. Le sonrió a su esposa y por
primera vez, después de tantos años al distinguir en su voz y en su piel el
temor luchando contra la paz de sus principios, sintió miedo.
Le tendió los brazos y Manuela,
cual paloma herida, se acurrucó…; guardaba muchos secretos en el desasosiego de
sus manos. Ese rostro demostraba las carencias y la desprotección; ella era
dueña de los velos y se enfrentaba, en la soledad, a visiones que en hojas
alquitranadas estaban escritas en su corazón. Manuela parecía huérfana de amor
y de presencias, criada entre beatas con trajes de pingüinos. Su matrimonio con
Dios era más fuerte que la muerte, pero igual le temía y esa contradicción la
atormentaba a tal punto que, por momentos, se sentía desquiciada.
Letizia era el apóstol galeno que
resguardaba, sin estupor, sus rosarios interminables y que atestiguaba esos
escritos que la milenaria cabeza de Manuela repetía confusa por las pérdidas
anteriores y posteriores a ese presente que la tildaba de insana. Sin embargo,
la vida a la que ella tanto le temía le daría la razón.
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