martes, 16 de junio de 2020

El silencioso grito de Manuela (Cap III-quinta parte)





José Rodríguez cultivaba el suelo como su fin primero. No le gustaba su trabajo pero tampoco renunciaba a él porque muchas generaciones de su familia se habían dedicado a esa faena con buenos resultados. Ya se había acostumbrado a la tierra caliente cuando la lluvia caía como un rayo de acero. De chico, dormía en un jergón frunciendo el ceño porque le molestaba el silencio. En los caminos, los matojos y algunas encinas miraban la carreta; el burro trotaba en el fango entre los ecos de los pasos de los cuerpos fatigados por el viento que sacudía los ramajes… Allí se resumían sus recuerdos de la infancia cuando corría por el trigo cerca de los corrales y por el cañaveral con sus primos.

Pasaron los años y el mutismo se volvió vida a los ojos de los paisanos; pudieron renacer ante las injusticias y ser respetados como señores.
-El orgullo es pecado mortal-solía decirle su padre cuando contaban billetes después de haber recogido la cosecha.

Ahora, el caballerito, como lo llamaba su madre, iba a casarse con Letizia Costa Río: la joven más bella y rica de Barbastro pero también la más atormentada. A José eso no le importaba porque, según él y el pueblo, el aturdimiento de Letizia era por culpa de Julián y de Manuela. Demasiada muerte rondando su cuna desde niña y el remordimiento de nacer bajo el misterio de una casa pobre en apariencias; el dinero en las arcas era un instrumento y luego venían los tulipanes, los brebajes, el incensario, Rocío, las estampas y el revoque caído de la fachada.






-Papá estoy embarazada-le dijo Encarnación a Julián una mañana en el negocio de ventas de autos y rodeada de compradores que, a distancia, examinaban los coches. Julián no tuvo tiempo de reaccionar porque estaba rodeado de extraños que esperaban ver los precios.
-¡Qué!-contestó con un gritito silencioso.
-Quiero este bebé y tú sabes muy bien lo que significa ser padre.
-¡Te casarás mañana mismo!
-No tan rápido…-exclamó Encarnación riéndose y con ironía en los labios. Se imaginaba grande y rolliza, de pechos y brazos acogedores. No le importaban los españoles soberbios de la ciudad porque se sentía invisible, solamente una sombra por las callejas de tierra. Los pobladores le cedían el paso porque los había derrotado pero igual ellos la señalaban con su dedo inquisidor, es que mantenían las costumbres, creencias y jerarquías con la ilusión de librarse de señoritas libertinas que perdían el decoro. No podían entender que Encarnación estuviera embarazada, aunque la culpa era de Manuela por haberla tenido siempre presa entre los evangelios. Ella aún no lo sabía porque le preocupaba Letizia, la niña frágil.

Al cabo de varios días, Julián se lo contó y Manuela, envuelta en una manta de vicuña, dijo:
-Ojalá que sea sanito.
A Manuela la alteraba la proximidad de la muerte porque la vida era una bendición, el resultado del amor y no le importaba la soltería de Encarnación. De todas maneras no dejaba de lamentarse ante la jungla que, como un batallón de hormigas, se le venía encima.

Se retiró a su cueva de indios a indagar sobre el gruñido de satisfacción de los vecinos de Barbastro. En ese edén, infestado de sapos y lagartos, todo se corrompía, en especial el cuerpo. Manuela era capaz de permanecer oculta para no soportar el dolor que le causaban las heridas, pero buscaba un milagro detrás de la niebla. La atormentaba la falta de señales aunque podía escuchar el crujir de los muebles, el parpadeo de las velas junto al retrato de Rocío, el rechinar de las rejas… Su amada hija le decía que los peligros son infinitos y que los milagros aparecen después cuando ya no se los necesita.

Manuela regresó al comedor a hablar con Encarnación porque ambas debían preparar la boda. Ella se confesó con el sacerdote que había venido de visita y él le dio una penitencia mínima porque ya, a la altura de las circunstancias, no era pecado concebir un hijo sin haberse casado, por lo menos para el cura de la iglesia de San Francisco. Manuela no tenía iniciativa y se entregaba a los designios del Señor, completamente de acuerdo con la mayoría de las opiniones teologales.

Julián con su capacidad de mando frente a sus hijas se empobrecía porque ellas eran el tesoro más grande y su continuación.
-¿Dime tú, te casarás con Encarna en la iglesia de San Francisco o en la catedral?
-Pues no sé… que lo decida ella-dijo Alejandro que le costaba creer en el lío en que se había metido.
-No importa en cual-contestó Encarnación visiblemente opaca ante los comentarios frívolos porque no le interesaban los credos.
-Será como Dios manda-dijo Manuela.
-Será como yo quiera-contestó Encarnación.




Bajo la guerra sin cuartel de la población, la pareja se casó en la catedral con un séquito de criadas, primas, tías y una orgía de curiosos.
Encarnación con su vestido parecía una reina imperial que no se doblegaba ante los reglamentos: hablaba en voz alta, se reía con imprudencia, quería rebelarse porque la presencia rígida de Manuela la enardecía…

A Letizia le dolía el alma además del cuerpo porque no soportaba la desobediencia de su hermana y la falta de respeto. Ella era una hermosa mujer enferma de persecuciones y, a veces, envidiaba a Encarnación que había podido enfrentar de manera diferente la educación estricta de los padres.

La fiesta de casamiento se realizó en una casa de campo casi en la cima de una colina con pocos árboles; la base del cerro se hallaba cubierta de vegetación. Desde las terrazas se podía ver un río de aguas claras. Había caballos blancos cerca del camino envueltos en polvo que, como espíritus tímidos, esperaban la compañía de insectos y de aves.

La princesa estaba ebria de alegría y su piel olía a canela y chocolate. Manuela la miraba con tristeza mientras retorcía con sus dedos finos los guantes; pensaba en los secretos, en los ojos de caramelo de su nieto, en el umbral de… Julián la tomaba del brazo para bailar el vals vienés y entonces ella se deslizaba sin tener idea de lo que estaba ocurriendo porque ya todo estaba dicho.

Encarnación era Rocío con su pelo al viento; la imaginaba así con la misma felicidad, la veía muerta en el fondo de un abismo. ¿Por qué? El futuro arremetía contra el resto de los pasajeros que aguardaban el último viaje y que estaban condenados a dejar la dicha para otros.
Manuela se instalaba, solitaria, en las cumbres heladas y podía observar el fondo de los valles mientras la población entera pensaba en el pecado. Ella estaba consagrada a los ritos y a la soledad de las tumbas porque alguien le hablaba para anunciarle la proximidad de los vacíos cuando un puñado de silencios le golpeara, una vez más, su corazón y le clavara las espinas.

El mundo se reducía a un murallón de adobe y ella no podía enviar mensajes alentadores porque le quedaban sólo pesadillas que desmoralizaban las pocas ganas de pensar en la llegada de los días venideros.
Se consideraba una insurrecta porque quería imbuirse en las peleas para adelantar los minutos de una agonía que la desviaba del goce de los momentos. Respiraba sin aliento frente a la imagen del enlace que era, para ella, un retazo de la felicidad. La alegría de su hija la aislaba aún más a su caverna de desechos porque no creía en las limosnas, pero no dejaba de pensar que un segundo que llegaba era un día que se iba. Fiel a las premoniciones enlazaba las ideas con las dádivas que Dios le regalaba para que pudiera seguir adelante, entera e inobjetable.

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