José Rodríguez cultivaba el suelo
como su fin primero. No le gustaba su trabajo pero tampoco renunciaba a él
porque muchas generaciones de su familia se habían dedicado a esa faena con
buenos resultados. Ya se había acostumbrado a la tierra caliente cuando la lluvia
caía como un rayo de acero. De chico, dormía en un jergón frunciendo el ceño
porque le molestaba el silencio. En los caminos, los matojos y algunas encinas
miraban la carreta; el burro trotaba en el fango entre los ecos de los pasos de
los cuerpos fatigados por el viento que sacudía los ramajes… Allí se resumían
sus recuerdos de la infancia cuando corría por el trigo cerca de los corrales y
por el cañaveral con sus primos.
Pasaron los años y el mutismo se
volvió vida a los ojos de los paisanos; pudieron renacer ante las injusticias y
ser respetados como señores.
-El orgullo es pecado mortal-solía
decirle su padre cuando contaban billetes después de haber recogido la cosecha.
Ahora, el caballerito, como lo
llamaba su madre, iba a casarse con Letizia Costa Río: la joven más bella y
rica de Barbastro pero también la más atormentada. A José eso no le importaba
porque, según él y el pueblo, el aturdimiento de Letizia era por culpa de
Julián y de Manuela. Demasiada muerte rondando su cuna desde niña y el remordimiento
de nacer bajo el misterio de una casa pobre en apariencias; el dinero en las
arcas era un instrumento y luego venían los tulipanes, los brebajes, el
incensario, Rocío, las estampas y el revoque caído de la fachada.
-Papá estoy embarazada-le dijo
Encarnación a Julián una mañana en el negocio de ventas de autos y rodeada de
compradores que, a distancia, examinaban los coches. Julián no tuvo tiempo de
reaccionar porque estaba rodeado de extraños que esperaban ver los precios.
-¡Qué!-contestó con un gritito
silencioso.
-Quiero este bebé y tú sabes muy
bien lo que significa ser padre.
-¡Te casarás mañana mismo!
-No tan rápido…-exclamó Encarnación
riéndose y con ironía en los labios. Se imaginaba grande y rolliza, de pechos y
brazos acogedores. No le importaban los españoles soberbios de la ciudad porque
se sentía invisible, solamente una sombra por las callejas de tierra. Los
pobladores le cedían el paso porque los había derrotado pero igual ellos la
señalaban con su dedo inquisidor, es que mantenían las costumbres, creencias y
jerarquías con la ilusión de librarse de señoritas libertinas que perdían el
decoro. No podían entender que Encarnación estuviera embarazada, aunque la
culpa era de Manuela por haberla tenido siempre presa entre los evangelios. Ella
aún no lo sabía porque le preocupaba Letizia, la niña frágil.
Al cabo de varios días, Julián se
lo contó y Manuela, envuelta en una manta de vicuña, dijo:
-Ojalá que sea sanito.
A Manuela la alteraba la proximidad
de la muerte porque la vida era una bendición, el resultado del amor y no le
importaba la soltería de Encarnación. De todas maneras no dejaba de lamentarse
ante la jungla que, como un batallón de hormigas, se le venía encima.
Se retiró a su cueva de indios a
indagar sobre el gruñido de satisfacción de los vecinos de Barbastro. En ese
edén, infestado de sapos y lagartos, todo se corrompía, en especial el cuerpo.
Manuela era capaz de permanecer oculta para no soportar el dolor que le
causaban las heridas, pero buscaba un milagro detrás de la niebla. La
atormentaba la falta de señales aunque podía escuchar el crujir de los muebles,
el parpadeo de las velas junto al retrato de Rocío, el rechinar de las rejas…
Su amada hija le decía que los peligros son infinitos y que los milagros
aparecen después cuando ya no se los necesita.
Manuela regresó al comedor a hablar
con Encarnación porque ambas debían preparar la boda. Ella se confesó con el
sacerdote que había venido de visita y él le dio una penitencia mínima porque
ya, a la altura de las circunstancias, no era pecado concebir un hijo sin
haberse casado, por lo menos para el cura de la iglesia de San Francisco.
Manuela no tenía iniciativa y se entregaba a los designios del Señor,
completamente de acuerdo con la mayoría de las opiniones teologales.
Julián con su capacidad de mando
frente a sus hijas se empobrecía porque ellas eran el tesoro más grande y su
continuación.
-¿Dime tú, te casarás con Encarna
en la iglesia de San Francisco o en la catedral?
-Pues no sé… que lo decida
ella-dijo Alejandro que le costaba creer en el lío en que se había metido.
-No importa en cual-contestó
Encarnación visiblemente opaca ante los comentarios frívolos porque no le
interesaban los credos.
-Será como Dios manda-dijo Manuela.
-Será como yo quiera-contestó
Encarnación.
Bajo la guerra sin cuartel de la
población, la pareja se casó en la catedral con un séquito de criadas, primas,
tías y una orgía de curiosos.
Encarnación con su vestido parecía
una reina imperial que no se doblegaba ante los reglamentos: hablaba en voz alta,
se reía con imprudencia, quería rebelarse porque la presencia rígida de Manuela
la enardecía…
A Letizia le dolía el alma además
del cuerpo porque no soportaba la desobediencia de su hermana y la falta de
respeto. Ella era una hermosa mujer enferma de persecuciones y, a veces,
envidiaba a Encarnación que había podido enfrentar de manera diferente la
educación estricta de los padres.
La fiesta de casamiento se realizó
en una casa de campo casi en la cima de una colina con pocos árboles; la base
del cerro se hallaba cubierta de vegetación. Desde las terrazas se podía ver un
río de aguas claras. Había caballos blancos cerca del camino envueltos en polvo
que, como espíritus tímidos, esperaban la compañía de insectos y de aves.
La princesa estaba ebria de alegría
y su piel olía a canela y chocolate. Manuela la miraba con tristeza mientras
retorcía con sus dedos finos los guantes; pensaba en los secretos, en los ojos
de caramelo de su nieto, en el umbral de… Julián la tomaba del brazo para
bailar el vals vienés y entonces ella se deslizaba sin tener idea de lo que
estaba ocurriendo porque ya todo estaba dicho.
Encarnación era Rocío con su pelo
al viento; la imaginaba así con la misma felicidad, la veía muerta en el fondo
de un abismo. ¿Por qué? El futuro arremetía contra el resto de los pasajeros
que aguardaban el último viaje y que estaban condenados a dejar la dicha para
otros.
Manuela se instalaba, solitaria, en
las cumbres heladas y podía observar el fondo de los valles mientras la
población entera pensaba en el pecado. Ella estaba consagrada a los ritos y a
la soledad de las tumbas porque alguien le hablaba para anunciarle la
proximidad de los vacíos cuando un puñado de silencios le golpeara, una vez
más, su corazón y le clavara las espinas.
El mundo se reducía a un murallón
de adobe y ella no podía enviar mensajes alentadores porque le quedaban sólo
pesadillas que desmoralizaban las pocas ganas de pensar en la llegada de los
días venideros.
Se consideraba una insurrecta
porque quería imbuirse en las peleas para adelantar los minutos de una agonía
que la desviaba del goce de los momentos. Respiraba sin aliento frente a la
imagen del enlace que era, para ella, un retazo de la felicidad. La alegría de
su hija la aislaba aún más a su caverna de desechos porque no creía en las
limosnas, pero no dejaba de pensar que un segundo que llegaba era un día que se
iba. Fiel a las premoniciones enlazaba las ideas con las dádivas que Dios le
regalaba para que pudiera seguir adelante, entera e inobjetable.
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