La
vida, a veces, nos obliga a usar una máscara.
Es
que somos vulnerables frente a la soberbia cuando nos sentimos avasallados.
Resistir
es la palabra.
Susan
lo hizo. Años de batallas frente a los verdugos incansables que arremetían sin
piedad frente a sus ojos tristes. Ella no reclamaba, no discutía, porque no
debía…
Si
la echaban a la calle tendría que volver a su jaula virginal a deshojar
margaritas: pobre, lejos, exiliada.
Ella
soportaba la penitencia, los gritos y los agravios, sin inmutarse y sin
despertar sospechas. Parecía feliz y orgullosa de ayudar, hasta que se dio por
vencida.
En
su propio mundo de cuatro paredes, pensó en un plan con las pocas armas que le
ofrecía ese entorno asfixiante. La cabeza le estallaba frente a los dardos que,
a diario, debía soportar cuando la falta de aire la obligaba a buscar refugio
en las lágrimas.
¿Se
puede soportar tanto destrato?
Susan
no se consideraba culpable.
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