−¿Estás
indeciso, hijo?
−Iré
a mi casa. Me queda cerca, sólo que no voy nunca porque me aturden los gritos y
los reclamos. Ese desvarío que no es más que insatisfacción y resentimiento. La
ausencia de papá me duele más que todo. Yo era chico cuando murió y no he
podido superarlo.
−Tienes
que acomodar un poco esas vidas.
−La
carta puede traer luz a tanto desconcierto. Bendiciones, padre.
−Qué
Dios te acompañe.
Mía
ya había hecho la denuncia para que la policía buscara a su hija.
No
estaba segura de que se la llevó la
mucama; sin embargo, habían desaparecido las dos al mismo tiempo. Mía no podía
creer que, después de haberla asistido en el parto, Susan le hubiera arrebatado
a la niña. Parecía tan dulce y entregada, tan solidaria. Pero la sirvienta,
como ella la llamaba, tenía todo calculado desde tiempos inmemoriales; al único
que quería y respetaba era a Salvador porque él era una víctima y porque le
daba un lugar, el que merecía, aunque a veces desconfiaba de ella o la retaba.
Susan le perdonaba todo; a los demás los aborrecía, pero trataba de disimular.
Mía
esperaba noticias.
Recorría
el salón consumida por alguna pastilla tranquilizante y miraba los techos y las
terrazas con los ojos vidriosos. Dos veces había perdido a Alma: primero cuando
se la llevó la mujer fantasma y la entregó en brazos de la abuela Úrsula y
ahora…
¿Qué
mal había hecho para merecer tanto castigo?
Su
frivolidad traspasaba los límites del asombro, pero ella no se daba cuenta. El
egoísmo era parte de su carácter altanero, y la soberbia se confundía con los
impulsos de Roberto y de su madre. Eran despreciables y merecían el infierno,
así lo creía Susan. Por ello se llevó a la niña, para castigarlos, pero también
para salvarla de ese destino gobernado por cerebros huecos.
−¡Recorriste
el pueblo! –le dijo a Roberto cuando entró dando un portazo y sin deseos de
hablar.
−Si
la policía no la encuentra… ¿Qué puedo hacer yo?
−¡Colaborar!
–le gritó fuera de sí. Me preocupa mamá.
−Ah,
claro. ¿Y la niña? ¡Una sobrina! ¡Tu sangre! Si mamá mató a papá se merece eso
y mucho más.
−¡No
hables así de nuestra madre! ¡Ella no fue! –vociferó Roberto alienado, y con el
capricho del primer día cuando Dolores se entregó a la policía. Él sabía que
ella lo estaba cubriendo para salvarlo porque Susan lo había denunciado, pero
que no había cometido ningún crimen.
Para
Mía primero estaba Alma.
No
tenía espacio para otras conjeturas. La niña era su motivo de ser y encontrarla
era la única razón para vivir. Si tenía que pedir perdón lo haría, se
arrodillaría frente al mismo Dios, rezaría y suplicaría. No quería, no podía,
seguir sin ella. No le interesaba cada día y cada noche porque estaba atrapada
en una jaula de barrotes de acero.
−¡Tú
te cavaste tu propia tumba! ¡Ahora, hazte cargo! –le gritó Roberto−. ¡Y basta
de chillar!
−¿Y
tú eres perfecto? ¿Desde cuándo exiges paciencia y respeto?
−¡Yo
soy un desastre pero me hago cargo!
−Ah…
¿sí? Entonces… ¡Ve a sacar a mamá de la cárcel! ¡Cobarde! ¡Di que fuiste tú
quien mató a papá y no dejes que ella cargue con un crimen que no cometió!
−¡Yo
no fui! ¡Yo no fui!
Mía
salió de la habitación y lo dejó solo con toda la furia contenida.
−Dios
está con nosotros –se oyó desde el pasillo.
−¡No!
–reaccionó Roberto por lo bajo al comprobar que se trataba de Guillermo.
Los
dos hermanos, frente a frente, se miraron en silencio.
Guillermo,
como sacerdote que era, trataba de calmar los ánimos. El ambiente, tenso, no
dejaba espacio a las palabras que se escapaban sin la única oportunidad de
salvar lo poco que quedaba de cordura.
−Sabes
que Mía volvió a perder a su hija. Bueno… ¡Qué vas a saber tú si nunca te
enteras de nada!
−¿Qué
pasó?
−Desapareció.
Suponemos que se la arrebató Susan porque tampoco está por ningún lado.
−¡Dios
mío! Hay que conservar la calma.
−¡Qué
fácil que es todo para ti!
******************************
PERDER EL ALMA
Me deben una vida...
La venganza.