Al
rato…
‒Debo
irme porque ya es casi mediodía y se van a dar cuenta de que falto de la casa.
Espero que Antonio no se lo haya contado a mi madre ‒dijo acomodándose la ropa.
‒¿Antonio?
‒El
capataz.
Raúl
sintió un lacerante temblor en su pecho. Los celos lo estaban dejando al
descubierto con intenciones de delatar un cariño que empezaba a nacer en su
corazón.
‒Adiós,
nos veremos pronto ‒dijo Felicitas y huyó con su caballo por la calle estrecha
entre los álamos y su aliento de sombras.
Era
indudable, que la influencia de doña Emma aparecía para enturbiar los ánimos.
Demasiados códigos para expresar el amor parecían absurdos a los ojos de Raúl
que, a pesar de que le gustaba demasiado Felicitas, pensó que como novia no le
convenía.
Y
entonces, por cobardía o por necesidad, por ese incalificable sentimiento que
nos arrastra a las más insólitas acciones, Raúl se dejó llevar hacia la casa de
doña Emma a quien encontró en el patinillo. Estaba vigilando a unos peones que
hacían girar, con grandes esfuerzos, la rueda de la máquina de fabricar agua.
‒¿Qué
lo trae por aquí Raúl? ‒dijo asombrada por la visita.
‒Necesito
hablar con su hija.
‒¡Remedios,
llama a Felicitas! ‒gritó doña Emma.
‒No
está ‒dijo la criada.
La
niña, después de escapar en su caballo por aquellos caminos con aroma a
sándalos, no había llegado a La Candelaria.
Raúl sintió que se había metido en un lío mayor cuando todos empezaron a buscarla sin hallar sus rastros. Llegó la noche. El reflejo del farol, que se balanceaba en el patio, sobre la copa de los árboles frutales, al penetrar en el interior de la casona por las cortinas dibujaba sombras en aquellas desconsoladas almas. Doña Emma, transida de tristeza, temblaba bajo sus ropas y sentía cada vez más frío. Felicitas había desaparecido y las horas se tornaban interminables. Bernardino, Raúl y Atilio salieron en su busca por los senderos despoblados de espejismos, entre alas de murciélagos y cristales empobrecidos por las bujías en las casas lejanas de campo. No sabían por dónde empezar…
Doña
Emma miró el fuego de la chimenea que se prendió con la paja seca. Era como un
inflamado matorral sobre las cenizas que se consumía lentamente. Ella tenía los
ojos fijos y turbios.
‒¿Dónde
estará la niña?‒dijo llorando.
‒Ya
la van a encontrar, doñita‒contestó Remedios apesadumbrada por un dolor que le
oprimía el pecho.
El
fuego iluminaba a doña Emma de pies a cabeza e inundaba con su luz la sobriedad
de su vestido, la blancura de su piel y hasta sus párpados. Las ráfagas de
aire, al entrar por la puerta entornada, ponían en su cuerpo el resplandor
rojizo de la llama.
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