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Buenas y Santas... (Cap 4 La desaparición de Felicitas 4ta parte)

 


‒No pudimos encontrarla ‒dijo Atilio‒. La noche está muy cerrada. Además caminando no puede estar muy lejos.

Ellos no sabían que Felicitas se había llevado el caballo.

Era comienzos de julio. La bruma caía sobre los campos extendiéndose por los confines, entre el contorno de las colinas. No se veían los huertos ribereños ni los patios de las estancias; los árboles sobresalían como oscuras rocas y las siluetas de los álamos aparecían como arenales agitados por la brisa helada.

‒Esperemos hasta mañana ‒dijo Bernardino.

‒¡No! ‒gritó doña Emma‒. Puede estar muerta en algún zanjón o perdida por los caminos. Es una muchacha inocente y en peligro porque no sabe nada de la vida.

Para la patrona el tiempo transcurrido le anunciaba una desgracia, pero nada podía hacer por Felicitas. Debían esperar al amanecer.

‒Remedios lleva a mi madre a su habitación y déjala descansar. Que tome un calmante‒dijo Bernardino.

‒¡No quiero estar anestesiada! Necesito ver a mi hija, estar bien despierta para cuando llegue… ¡Por favor!

‒Está bien, pero no llores más que nos haces sentir culpas.

‒No, hijitos. Ustedes son unos santos‒contestó doña Emma con un hilo de voz.

Le dio el brazo a Jeremías y se apoyó en su hombro mirando hacia la oscuridad de la ventana donde le pareció que unos ojos afiebrados la miraban con curiosidad. Jeremías llevaba una gorra hundida hasta las cejas pues era un hombre friolento al extremo. Solía recorrer los sembrados con un poncho de lana en pleno verano.

‒¡Qué locura! Debe haber alguna forma de llegar hasta ella.

‒Yo tengo la culpa porque debí vigilarla más.

‒No se atormente doña Emma. Ya va a regresar. Debe estar con alguien…

‒¡Insinúas que con un hombre!‒gritó enfurecida la patrona.

‒No, no…

Bernardino permanecía sentado en una silla baja junto a la chimenea. Atilio hacía girar entre sus dedos el alfiletero de marfil y Remedios cosía en silencio.

‒Pobre niña Felicitas. ¿Quién sabe dónde fue a parar? Las mujeres suelen huir de sus hogares por el rigor de los padres o impulsadas por una pasión amorosa.

‒¡Qué dices! ¡Cuida cómo te expresas!

‒Es que a estas horas le puede pasar cualquier cosa.

‒Debemos ser prudentes y no hacer conjeturas. Mañana será otro día.

‒¿Quién duerme esta noche?

‒Pues, nadie‒dijo Bernardino.


Mientras tanto, Antonio en su habitación, oscurecido por un abismo de culpas, parecía una fiera enjaulada. No sabía si ir a contarles que él le dio el caballo para que Felicitas saliera de la casa, por la mañana, sin rumbo fijo. Estaba quebrado, inerte, jadeante… con una crisis severa. Él era fiel a su deber; no podía imaginar a doña Emma pensando que tenía un capataz traidor a su lado. De sólo pensarlo se le helaba la sangre.

¿Qué misterio escondía ese hombre modesto y reservado?

En lo más hondo de la noche, Antonio se fue hacia la casa grande.

‒¡Quién está por ahí! ‒gritó una voz.

‒Soy yo, patrón.

‒¡Qué pasa! ‒dijo angustiado Bernardino que creía que el capataz traía alguna noticia de su hermana.

‒Vengo a contarle algo. Esta mañana la niña Felicitas me pidió un caballo y yo se lo di. No sabía para dónde iba, tampoco se lo pregunté…

‒¡Es que ahora se te ocurre decirlo!

‒No sabía qué hacer.

‒Igual, eso no cambia las cosas. Con caballo o sin él, ella ha desaparecido‒contestó Atilio desganado.

‒Perdón ‒respondió Antonio mirando el piso y se marchó.

En medio de los bosques, en aquella llanura sin límite, Antonio, girando en círculos, llamaba a Felicitas a los gritos. Se inclinaba hacia la tierra, examinaba los matorrales. En esa pampa la oscuridad era impenetrable. Salió con su caballo hacia algún paraje distante. Cinco leguas. El capataz se paró en un momento, recorrió el horizonte, examinó el suelo, clavó la vista en un punto… y empezó a galopar con la rectitud de una flecha. Finalmente, se detuvo entre unas matas de verbenas y, nombrando a Felicitas, comenzó a llorar.

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BUENAS Y SANTAS...
Los hijos olvidados
-----------------La desaparición de Felicitas.

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