‒No
pudimos encontrarla ‒dijo Atilio‒. La noche está muy cerrada. Además caminando
no puede estar muy lejos.
Ellos
no sabían que Felicitas se había llevado el caballo.
Era
comienzos de julio. La bruma caía sobre los campos extendiéndose por los
confines, entre el contorno de las colinas. No se veían los huertos ribereños
ni los patios de las estancias; los árboles sobresalían como oscuras rocas y
las siluetas de los álamos aparecían como arenales agitados por la brisa
helada.
‒Esperemos
hasta mañana ‒dijo Bernardino.
‒¡No! ‒gritó
doña Emma‒. Puede estar muerta en algún zanjón o perdida por los caminos. Es
una muchacha inocente y en peligro porque no sabe nada de la vida.
Para
la patrona el tiempo transcurrido le anunciaba una desgracia, pero nada podía
hacer por Felicitas. Debían esperar al amanecer.
‒Remedios
lleva a mi madre a su habitación y déjala descansar. Que tome un calmante‒dijo
Bernardino.
‒¡No
quiero estar anestesiada! Necesito ver a mi hija, estar bien despierta para
cuando llegue… ¡Por favor!
‒Está
bien, pero no llores más que nos haces sentir culpas.
‒No,
hijitos. Ustedes son unos santos‒contestó doña Emma con un hilo de voz.
Le
dio el brazo a Jeremías y se apoyó en su hombro mirando hacia la oscuridad de
la ventana donde le pareció que unos ojos afiebrados la miraban con curiosidad.
Jeremías llevaba una gorra hundida hasta las cejas pues era un hombre friolento
al extremo. Solía recorrer los sembrados con un poncho de lana en pleno verano.
‒¡Qué
locura! Debe haber alguna forma de llegar hasta ella.
‒Yo
tengo la culpa porque debí vigilarla más.
‒No
se atormente doña Emma. Ya va a regresar. Debe estar con alguien…
‒¡Insinúas
que con un hombre!‒gritó enfurecida la patrona.
‒No,
no…
Bernardino
permanecía sentado en una silla baja junto a la chimenea. Atilio hacía girar
entre sus dedos el alfiletero de marfil y Remedios cosía en silencio.
‒Pobre
niña Felicitas. ¿Quién sabe dónde fue a parar? Las mujeres suelen huir de sus
hogares por el rigor de los padres o impulsadas por una pasión amorosa.
‒¡Qué
dices! ¡Cuida cómo te expresas!
‒Es
que a estas horas le puede pasar cualquier cosa.
‒Debemos
ser prudentes y no hacer conjeturas. Mañana será otro día.
‒¿Quién
duerme esta noche?
‒Pues,
nadie‒dijo Bernardino.
¿Qué
misterio escondía ese hombre modesto y reservado?
En
lo más hondo de la noche, Antonio se fue hacia la casa grande.
‒¡Quién
está por ahí! ‒gritó una voz.
‒Soy
yo, patrón.
‒¡Qué
pasa! ‒dijo angustiado Bernardino que creía que el capataz traía alguna noticia
de su hermana.
‒Vengo
a contarle algo. Esta mañana la niña Felicitas me pidió un caballo y yo se lo
di. No sabía para dónde iba, tampoco se lo pregunté…
‒¡Es
que ahora se te ocurre decirlo!
‒No
sabía qué hacer.
‒Igual,
eso no cambia las cosas. Con caballo o sin él, ella ha desaparecido‒contestó
Atilio desganado.
‒Perdón ‒respondió Antonio mirando el piso y se marchó.
En
medio de los bosques, en aquella llanura sin límite, Antonio, girando en
círculos, llamaba a Felicitas a los gritos. Se inclinaba hacia la tierra,
examinaba los matorrales. En esa pampa la oscuridad era impenetrable. Salió con
su caballo hacia algún paraje distante. Cinco leguas. El capataz se paró en un
momento, recorrió el horizonte, examinó el suelo, clavó la vista en un punto… y
empezó a galopar con la rectitud de una flecha. Finalmente, se detuvo entre
unas matas de verbenas y, nombrando a Felicitas, comenzó a llorar.
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