‒La
encontré en el camino que va hacia la media legua; estaba desmayada y tenía un
golpe en la cabeza. Se ve que se cayó del caballo, no creo que nadie la haya
atacado.
‒¿Quién
es usted?
‒Mariano
Pelayo, de la estancia El Madrigal.
‒No
conozco ese lugar, tampoco he escuchado hablar de su familia. ¿Dónde pasó la
noche Felicitas?‒preguntó doña Emma con un deseo corrosivo de indagar en los
pormenores de aquel rescate. No pensaba, por el momento, en darle las gracias.
Felicitas,
de pie junto a Bernardino, observaba a Mariano Pelayo de una manera extraña. No
había gratitud en sus ojos. Él también la retenía con aquella mirada azul y
cómplice.
‒Él
es el fiel caballero que te adora sin conocerte ‒dijo Felicitas como afiebrada.
‒¡Qué
dice esta inconsciente! ‒contestó doña Emma que estaba perdiendo la paciencia y
que se había olvidado del dolor por la ausencia de su hija.
‒Pase
a la casa que tenemos que hablar ‒le dijo Atilio a Mariano Pelayo quien
permanecía pálido y tembloroso como si ocultara un mal mayor, un secreto
inconfesable.
‒No,
gracias.
‒¡Pase! ‒dijo
Bernardino elevando la voz mientras Antonio escapaba detrás de los galpones de
los carros, abatido por un sentimiento descontrolado.
‒¿Qué
le pasa al capataz?
‒Nada,
seguro que está ofendido.
‒Quiero que nos cuente bien cómo sucedieron los hechos ‒dijo Atilio‒. Necesitamos saber qué ocurrió con nuestra hermana. ¿Comprende?
‒Bueno…‒contestó
Mariano Pelayo con cierto temblor en la voz‒. Pasé con mi caballo al borde del
camposanto y sentí cierto resquemor: los
difuntos, la luz mala, las ánimas me atemorizan ciertamente más que los
encuentros posibles en los parajes desiertos. Al cruzar una calle espanté a un
caballo desbocado que iba sin rumbo. No tenía jinete, eso me confundió… Me
acomodé el poncho y seguí un poco más adelante. Allí, en un zanjón, estaba
ella. No se movía, parecía golpeada. Quise hablarle pero no respondía, entonces
la subí al caballo y la llevé a mi estancia para hacerle las curaciones.
‒¡Qué
irresponsable! ¿Cómo no la trajo a la casa?
‒Y
si no hablaba…
‒¿Y
en su estancia qué pasó? ¿Quiénes viven con usted?
‒Mis
padres y mi hermano Prudencio, pero ellos ahora están de viaje.
‒¡Quiere
decir que Felicitas pasó la noche con usted!‒dijo doña Emma fuera de sí.
‒Sí,
señora ‒contestó Mariano apoyándose contra la pared mientras todos lo miraban
dispuestos a arráncarle los ojos si fuera preciso, pero se quedaron en silencio
absortos y pensativos.
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