Raúl,
el hijo de don Simón, abandonó la máquina de labrar la tierra que estaba
reparando. Una fuerza superior controlaba sus actos porque lo movía una
poderosa necesidad de llegar lo más pronto al encuentro. Aquella imagen
angélica con los huesos finos y su piel de durazno lo guiaba ciegamente. Arribó
justo a tiempo para descubrirla en medio del campo; no sabía para qué pero
estaba fascinado. Él era un hombre necesitado de amor. Felicitas lo vio venir
hacia ella; se sentía feliz por primera vez en la vida porque creía ser libre.
El
pelo le caía hasta la cintura e irradiaba una luminosa energía interior. Era
una mujer bella que podía enamorar a cualquier hombre. La simpleza de su rostro
y la perfección del cuerpo virginal contrastaban con los pensamientos
apasionados de Raúl.
‒Hola ‒le
dijo él asombrado por la extraña visita.
‒Me
he escapado ‒contestó Felicitas mientras se sacudía la tierra de los caminos que
se le había colado por sus botas.
Él
la miró perturbado por un raro sentimiento. No podía creer que aquella niña le
gustara tanto. Todavía no había olvidado sus modales groseros y el desprecio
que tuvo que soportar la noche de presentaciones.
‒¿Tú
sigues siendo una vagabunda? ‒le preguntó con picardía.
‒Ahora
soy señorita fina, ¿no se nota?
‒No ‒contestó
Raúl.
Entre
las sementeras y los cañaverales, se filtraban los arrullos de palomas. Se
sentaron sobre una piedra; el aire traía la inquebrantable sensación de culpa
pero era obvio que a Felicitas ya no le importaban los riesgos ni los códigos
de su madre. La emancipación había llegado para ella porque había crecido. Lo
sentía así desde aquel día de la cena cuando desafió a todos los presentes con
su capricho de niña rica.
‒¿Por
qué me escribes tantas cartas?
‒Porque
me gusta hablar contigo, a la distancia, aunque sea a través de un frío papel.
‒Tú sabes que nuestros padres organizaron el encuentro.
‒Sí
y me apena pero así piensan ellos, son de otra generación. Resuelven el tema
amoroso de los hijos intentando casarlos con amigos de la familia y hasta con
primos.
‒¡Qué
horror!
‒Creo
que no se detienen a pensar en los sentimientos ‒dijo Raúl acariciando un mechón
de pelo de Felicitas que le caía, rebelde, sobre el hombro izquierdo.
Ella
se estremeció al contacto de su mano y se puso de pie.
‒Perdón ‒dijo
él turbado por la situación‒. Ella lo volvió a mirar a los ojos con ansiedad…
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