Mariano
Pelayo usaba chambergo de ala escasa que dejaba ver un flequillo a la altura de
las cejas. Su indumentaria era de gaucho desprolijo. El chiripá era largo,
talar, y llevaba un pañuelo negro anudado en torno al cuello, con las puntas
divididas.
Atilio
atizaba, con papeles, el fuego que alzaba las llamaradas en la chimenea.
Los
ojos de Felicitas se llenaban de lágrimas y la boca de los hombres y de doña
Emma de maldiciones. Nada tenía explicación lógica.
‒¿Le
duele algo, niña? ‒preguntó Remedios.
‒¡No! ‒contestó
Felicitas y su mirada se clavó en el rostro de Mariano Pelayo con insistencia y
reproche. Él bajó la cabeza e intentó retirarse pero doña Emma lo detuvo con un
empellón.
‒No
quiero imaginar nada pero lo estaré vigilando. Lo dejaré inmóvil, de piedra, rotos
los huesos… ¿Me entiende?
‒Madre,
¿por qué lo acusa? Él solamente rescató a Felicitas herida de la calle. Debería
agradecerle la atención.
‒Tú
no entiendes lo que quiero decir. Eres hombre flojo que no sabe de instintos.
¡Me extraña de ti!
Antonio,
mientras tanto, observaba la escena desde el ventanal que daba a la galería.
Era desgarrador ver su rostro transfigurado por un dolor difuso que lo
aquejaba. Tal vez, se sentía culpable por haberle entregado el caballo a la
niña en la mañana. Para él Mariano Pelayo era un hombre vicioso que se hacía
pasar por millonario, de esas personas superficiales que todo lo compran con
dinero.
‒Puedes
retirarte, gracias‒le ordenó Bernardino a Mariano que partió buscando el
oxígeno que le faltaba para respirar tranquilo y a salvo.
‒¡Qué
hombre tan raro! ‒le dijo doña Emma a Felicitas quien permanecía de pie casi
amoratada y reducida a cenizas‒. ¿Por qué estás tan callada?
‒Estoy
cansada ‒contestó y se fue rumbo a su cuarto con Remedios.
Al
otro día, el aire fronterizo parecía invitarlos a salir a respirar aromas en
las parcelas sembradas de hortalizas y en las begonias, amaryllis y jazmines
(polyanthum) que trepaban los enrejados blancos de Jeremías. La capilla de la
estancia estaba abierta igual que la escuela de antaño con sus muros desnudos.
Antonio caminaba en los potreros de trigo junto a los alambrados; iba a mirar
todos los días si estaban en condiciones. Avanzaba con rapidez para llegar a la
sombra de los eucaliptos. Los recuerdos combatían en su alma con el presente
que se desgarraba ante lo impredecible. Acarreaba silencios desde tiempos inmemoriales.
La nostalgia se colaba en aquella pirca,
en el herbazal, en la profundidad de la tierra… donde descansaban los huesos de
Cruz, su madre. Casi no la recordaba pero extrañaba alguna caricia noble y
tibia.
***
Remedios
había traído un curandero para que mirara el cuerpo flácido de la niña, pues
creía que algo extraño le pasaba.
‒¡Quién
es usted! ‒le preguntó Atilio.
‒Abel,
el sanador. Me llamaron desde esta estancia por mis servicios.
‒¿Quién?
‒Una
tal Remedios.
‒¡Por Dios!, qué mujer más entrometida. Mire, acá no creemos en esas cosas. Usted disculpe. Vuelva a su casa, amigo.
‒No…
No se haga el bravucón conmigo. Yo no vengo gratis tantos kilómetros para que
me despida de ese modo.
Bernardino
le tuvo que regalar una yunta de bueyes para que el hombre se fuera contento.
“Qué
holgazán”, pensó cuando lo vio alejarse contento como conversando con su
sombra. Se notaba, a distancia, que era un mulero sin remedio.
‒¿Vino
Abel? ‒preguntó Remedios con inocencia.
‒Eres
insolente, mujer.
‒¿Por
qué?
‒Tomas decisiones sin consultar, haces lo que
quieres. No respetas a la familia. ¿Hasta cuándo?
‒Es
que estoy preocupada por Felicitas. ¿Usted la vio? No tiene voz, parece
dormida, sin sangre, sólo espuma, fantasma blanco…
‒¡Basta!,
deja de delirar. No exageres más. Esta tarde viene el médico del pueblo.
‒Me
quedo más tranquila‒dijo Remedios y se fue murmurando‒: Si solamente me tocaras el corazón, si solamente pusieras tu boca en mi
corazón…
“Está
loca esta mujer”, pensó Bernardino mientras la vio alejarse rumbo al rancho de
Antonio desde donde se escuchaba la melodía de una guitarra.
**
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