5-MARIANO PELAYO
todo hecho de guitarras destrenzadas.
La guitarra es un pozo con viento en vez de agua.”
Gerardo Diego
LA ORACIÓN DE LAS MADRES
Amanecía
y doña Emma, de pie, en el porche de su estancia, se puso a rezar la oración de
las madres. Bajo la lluvia todo estaba aún oscuro y frío. Ella sentía algo en
el aire húmedo que le rozaba las mejillas: un presentimiento. Sabía que si se
internaba en el bosque descubriría algún secreto pero decidió quedarse al
amparo de las tapias esperando noticias de su hija.
Al
rato, comenzó a andar. No quería perderse por esos senderos pero seguir
esperando la estaba volviendo loca. La tierra negra y sembrada de agujas de
pino y hojas de arce, de un pardo negruzco, formaban una alfombra resbaladiza
que rezumaba bajo sus pies como una esponja y el agua burbujeaba en torno a la
suela de sus zapatos.
Mientras
caminaba entre los abetos y cedros, más allá de las conejeras, bastante lejos
de la casa, recordó que una mañana como aquella había visto a su padre avanzar
hacia ella, encogido bajo la lluvia entre un valle rojo de frutillas. Él estaba enojado. Ella sabía el motivo. La
triste imagen vino a su memoria como un mensaje trágico y demoledor.
De
repente, escuchó los caballos camino a La Candelaria. Doña Emma salió corriendo
en busca de noticias.
‒No
está por ningún lado. Hay que hacer la denuncia a la policía.
‒¡Por
favor!, tiene que aparecer…‒lloraba doña Emma, indefensa y envejecida por el
dolor.
‒Madre,
cálmese.
‒¡No
quiero calmarme!
Nadie se atrevía a contradecirla a pesar de su notorio abatimiento. Es que sentía, por primera vez, una derrota aplastante que la consumía en las brasas del desasosiego interno. Ya nada tenía sentido para ella si su amada Felicitas no regresaba.
Ese hogar, en el que se criaron sus
hijos, era venerado por doña Emma como un santuario. En él depositó sus huellas
indelebles de moral, de trabajo y de virtud.
‒¡Allá
viene alguien! ‒gritó Jeremías desde la galería alterado por aquella visión.
Un
hombre traía a una mujer sobre su caballo. Ella lo abrazaba por el hombro
izquierdo. Parecía débil y quebradiza.
‒¡Es
Felicitas!
Antonio,
el capataz, visiblemente emocionado, salió al encuentro de ambos.
‒¡No! ‒gritó
doña Emma otra vez‒. Ve tú Bernardino. ¡Eres su hermano!, ¿qué haces ahí parado?
Pareces estúpido, hombre.
Así
fueron los apuros para cargarla y suspenderla. Ella traía en la frente una venda
blanca y los ojos extraviados, como si mirara sin ver.
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