¿Rosaura era feliz?
La eternidad.
¿Rosaura era feliz?
Eran
granjeros irlandeses. A mi padre no le gustaba el trabajo de campo y por eso se
independizó, estudió en Cambridge y luego, a los veintinueve años, ingresó en
el clero anglicano. Él era demasiado severo y obstinado. Le gustaba también la
poesía y escribía en los ratos libres.
−¿Tiene
libros editados?
Fue
autor de “Cottage Poems” en 1811 y “The rural Minstrel” en 1814, también
escribió para periódicos y folletos. Los poemas pastorales eran los que más le
gustaban.
−¿Y
su carácter? ¿Tengo entendido que era demasiado austero?
Muy
inflexible, hipocondríaco y misántropo. Hablaba sobre el Apocalipsis y por eso
estaba lleno de manías. Le daba mucho miedo el fuego. La rectoría no tenía
alfombras ni cortinas y siempre había baldes de agua disponibles. Le gustaban
las armas y llevaba unas pistolas cargadas que disparaba todas las mañanas
contra la torre de la iglesia.
−¿La
gente no le temía?
Más
o menos porque nos amaba y era abierto,
inteligente y generoso. Fue él quien se encargó de nuestra educación; nos
compraba libros, juguetes, nos impulsaba a leer y a escribir, a soñar con un
mundo mejor.
−Pero
era excéntrico…
−Y
sí, así podía ver la vida. Cada persona lleva un mundo dentro y hace de él su
cueva, su refugio, el altar… Lo respeta y lo cuida como el bien más preciado
porque es parte de su identidad, del ser mismo. Y no permite que lo invadan con
asuntos triviales o ajenos.
−¿Y
físicamente?
−Alto,
guapo, pelirrojo, con ojos azules.
−Debió
ser muy atractivo –comentó Sallie.
−El
hecho de ser religioso y de escribir poemas y prosa didáctica lo convertía en
un personaje peculiar que lo alejaba de la gente por su rectitud y
autoritarismo. Yo lo recuerdo así, algo disperso. Pensando siempre en nuestro
hermano varón Branwell. A él le daba dinero, lo poco que tenía para que pudiera
estudiar. Nosotras, las mujeres, pasábamos por muchos estados de angustia y
soledad, por el desamparo. Es que la mujer era relegada a último lugar.
−¡Qué
injusto!
−No
importaba ni importa lo justo. Entiendes por qué te explico lo del seudónimo.
El varón es aceptado, la mujer no. No interesa si tiene talento o si se
esfuerza demasiado. En esta época la mujer no vale nada.
−Pero
todo va a cambiar…
−Esperemos
que así sea por el bien de muchos, aunque yo no lo veré. Ahora regresa a tu
casa. Por hoy es suficiente. Vuelve, si quieres, mañana. A la misma hora. ¿Te
parece?
−Claro
–respondió Sallie encantada.
Charlotte
subió las escaleras y desapareció por los aposentos, por detrás de una enorme
caja de roble cerca del alféizar de la ventana donde se hallaban apoyados
varios libros polvorientos.
“Me
extraña su manera de alejarse, pero cuando vuelve lo hace cargada de luz. Luego
se va apagando como las estrellas con el alba, igual que una vela. Tiene mucho
para dar, pero se la ve agotada, a medio camino, maternal y fría. Sin dudas,
abraza las nostalgias como podría amar a un niño, con la calidez y la ausencia,
con la palabra y su silencio. Así es ella, la que permanece, la que por obra de
Dios se ha quedado de este lado del camino para ser testigo y muestra de la
perpetuidad del talento. Le preguntaré quién era Tabby y cómo los trataba… Me
inquieta ese nombre y sus misterios. Lo que les dejó como legado y la sabiduría
donde escondía las lágrimas cuando todo no marchaba como quería. Tal vez, no
podía dejar de sostener a esa familia que poco a poco se derrumbaba”, pensó
Sallie llena de preguntas retóricas y con el deseo de que las horas pasaran con
la rapidez de los huracanes para volver a encender el fuego de los interrogantes.
−Y los sermones –murmuró la escritora principiante.
De
haberlos escuchado se hubiera escapado para caer por esas ciénagas, esperando
desaparecer lo más rápido posible. El ser humano tiene sus debilidades y
Patrick era un hombre obsesivo, un clérigo irlandés, que se bebía sus propias
oraciones con la solemnidad de los párrocos adustos.
¡Cuánta
rigidez y formalidad!
Tal
vez, escondía inseguridad y desasosiego, miedo a ser atrapado en esas criptas
antiguas dentro de iglesias prehistóricas. Así era el padre de las hermanas
Brontë: un ser que prefería al hijo varón y que dejaba de lado a sus hijas
porque eran mujeres. Un hombre encerrado en sus manías para sobrevivir en medio
de sus propios peligros, los que no podía manejar, los que lo amarraban sin
descanso a sus leyes antagónicas.
Ser
hijas de un clérigo significaba ir por un camino aciago, sobre todo si ese
padre era pobre y arrastraba hondas preocupaciones sin futuro.
Patrick
Brontë ya era una leyenda, pero Sallie lo traía para revivir cada gesto y para
llevarlo a lo más alto.
La sabiduría del
encuentro lleva mensajes y enseñanzas. Es belleza.
*
La familia ya se había olvidado de
José porque estaban acostumbrados a despojarse de las cosas y de los seres, sin
inmutarse. Rocío les había enseñado a apagar la luz antes de tiempo.
José Rodríguez se hizo hombre de un
cachetazo sin esperar las disculpas porque Letizia ya no quiso vivir bajo su
mismo techo. En los galpones repletos de aserrín, donde el olor a cuero y a
madera húmeda lo mareaba, solía llorar de impotencia mientras fumaba un
cigarrillo atrás de otro. Parecía un adolescente famélico con cara de soldado y
orejas de murciélago. Estaba irreconocible. El idilio que tenía con la tierra
hollada le parecía estéril porque su pleito con el destino no le dejaba espacio
para las frivolidades. Sabía muy bien que castigaría su cuerpo hasta hacerlo
sangrar como si fuera su propio verdugo; él había cometido un delito pero no
sabía cual.
Miraba con rencor los campos
arados, le dolía en la piel el viento fronterizo, la casa colonial era la ruina
de un sitio decadente, el polvo, los cipreses…, una fosa: la suya. Hasta el fin
de sus días repetiría una y mil veces que no había cometido falta alguna y que
era una víctima de Manuela y de Julián, pero más que nada de Rocío que desde la
infinitud los golpeaba con sus lágrimas para obligarlos a pensar en la muerte.
Resultaba fácil para José culpar a
un ser que no podía defenderse pero lo hacía porque su mente se hallaba
reducida a ceniza, no coordinaba bien, contestaba con monosílabos y se recluía
en los establos a rumiar igual que las vacas.
Letizia también estaba
irreconocible, hablaba incoherencias, despreciaba a José y se mostraba
totalmente agresiva después de haber sido una joven sumisa y educada.
No quedaba nada de aquella pobre
adolescente; sus códigos eran otros y su deseo desmedido de libertad traicionaba
las leyes de las buenas costumbres que imperaban en la casa desde tiempos
ancestrales.
Letizia quería vivir porque esa
prisión ya no la dejaba respirar; necesitaba transitar las calles y los riesgos
sin pensar en la moral ni en los límites. Estaba abatida y fuera de sí e
insistía en escapar como su hermana Encarnación para transgredir las órdenes
divinas y terrenales.
Por las tardes, cuando la siesta
abrasaba con el calor del estío, solía subir a la terraza a bailar desnuda sin
importarle los gritos de Manuela y las miradas asombradas de Dolores y de
Laura. Las niñas no entendían de pactos y de liberación porque ellas estaban
cómodas con ese nido ovillado por la abuela donde había demasiadas plumas que
atestiguaban de manera clara la grandeza de sus sentimientos. Sin embargo,
extrañaban al padre que ya no las paseaba sobre los hombros ni les hablaba de
las abejas y de la miel de los panales, de la intensidad de los huracanes que
azotaban las aldeas y del ceibo de ciento diez años que todavía vivía junto al
gallinero.
Dolores y Laura estaban presenciando el testimonio clave de una conducta inexplicablemente absurda que las dejaba atónitas frente al entorno de sus juegos y travesuras; como todos los niños trataban de desmenuzar las horas sin verdadera conciencia de lo cruel que podría llegar a ser la vida.
Letizia con su inestabilidad
arrastraba a la desidia a las personas que la rodeaban porque la venganza era
su festival callejero y la arrojaba de su jaula a los abismos del desorden
mental.
-¡Pobre niña! -decía Manuela con una
ingenuidad que parecía de ficción pero que resultaba ser pura como lo fue
siempre.
Nada era tan vital como el
reencuentro cuando dos almas dejaban el claustro. Letizia y Encarnación eran
libres de Manuela y Julián pero esclavas de una situación sin rótulo pero
amenazante: la muerte. Manuela, espejo de la finitud de los cuerpos, ya lo
sabía.
*
VI
Letizia ya no soportaba la
presencia de José cuando regresaba por las noches con su actitud esquiva. El
susurro de las niñas, el paso acompasado, un beso no querido y esa jaula de
palomas púrpuras, eran sólo el paisaje doméstico que la irritaba desde hacía un
tiempo.
Los días sucesivos, discordes, se
volvían ilimitados y el infierno ardía bajo sus pies. La vida no tenía un
verdadero significado para Letizia. Sería humo, pluma, gaviota…, tendría que
arrojar la cordura en las aguas de Encarnación y convertirse en farsante sin
pasado y sin José.
Él nunca esperaba reproches ni
cuestionamientos porque no sabía convivir en pareja. No entendía cual sería la
próxima pelea porque nunca había ganado ninguna batalla.
-Vete de la casa -le dijo Letizia
con los ojos desorbitados y como enajenada.
-¿Qué?
-Quiero que tomes tu valija y te
marches.
-¿Qué dices? ¿Ahora que vamos a
tener un hijo? ¡Estás loca, mujer!
-¡Vete…! -le gritó Letizia a punto
de desmayarse.
-Tú te llevas tu alma y tu
cuerpo -exclamó Manuela desde un rincón-. Tienes perdidas las lágrimas en el
cieno.
-¡Usted se calla, no tiene nada que
ver en esto!
-Eres ceniza agridulce que sabe
gestar locuras. Mira a mi Letizia…¡Pobre niña! Vuelve a las lisonjas de tu
hoguera que pronto serás polvo porque ya escribiste tu último capítulo.
-¡Usted no es nadie para mezclarse
en los asuntos conyugales y menos para intentar persuadir a mi esposa con sus
absurdas ideas.
-¡Vete! -gritaba Letizia con una crisis de llanto que la convertía en una mujer al borde del desvarío.
José Rodríguez, sentado en el sofá
de la sala, miraba atónito la escena sin comprender. ¿Qué había hecho mal? Sus
ojos observaban a Letizia descontrolada frente al muro de la ventana. ¡Cuánto
la amaba! No podía serenarse ante los gritos de ellas y el desorden de su alma.
Desde el fondo de sus entrañas comenzó a brotar un rumor que lo atrapó con
lágrimas nuevas. No quería irse a ninguna parte pero la evidente crisis de su
esposa lo obligaba a retirarse con la certeza, para él, de que al otro día
encontraría la paz de siempre en ese hogar que ahora le parecía maravilloso.
¿Qué habría pasado por la cabeza de
Letizia para despreciarlo de ese modo, aun sabiendo que iban a tener otro hijo?
¿Existiría un tercero?
José estaba a punto de desplomarse
frente a la importancia de sus preguntas sin respuestas porque no podía
entender el porqué de esa reacción tan ajena a los modales apacibles de
Letizia. Él la amaba muchísimo y pensaba que no se alejaría de ella aunque
todos se transformaran en sus enemigos, pero lo que no sabía era que el
verdadero rival era él mismo y su embrujo campesino.
El cristal de su espejo le mostraba
a un aldeano pobremente vestido, sin voluntad de mejorar y sin deseos de
agradar, pero él veía a un caballero galante y vanidoso.
Letizia, recostada, permanecía en
la cama porque el doctor Guerrero le había suministrado un sedante.
**
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA
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Páramos |
Las
hijas de un clérigo…
Sallie
llegó al páramo al otro día con tenue rayo de sol entre las nubes. No podía
creerlo todavía. Katherine la hizo pasar a un escritorio con paredes oscuras y
forradas de libros. Colecciones que Charlotte había heredado. Se sentó delante
de la ventana y el brillo le dio luz al entendimiento. Ese refugio era la vida
misma y la soledad de una mujer que ya no tenía a nadie. Había sobrevivido a
las enfermedades de sus hermanas con estoicismo. Era evidente, que se había
casado para no quedarse sola.
−Llegas
oportunamente –dijo Charlotte acercándose a la silla del escritorio−. Acabo de
ir a recoger manzanas que trajo mi esposo y el viento me llegó hasta los
huesos. Me gusta ver las palomas y escuchar sus charlas.
A
Sallie ese comentario le pareció inocente, de niña, tan tierno, pero a la vez
nostálgico igual que su sonrisa débil. Tal vez, no lo fuera pero lo aparentaba.
Se la notaba decaída y frágil.
−Empecemos…
−¿Por
qué Haworth?
−Lo
decidió mi padre cuando éramos niñas. Este páramo al norte de Inglaterra es
propiamente un claustro. Su paisaje áspero y desierto es el mismo que mi
hermana Emily enmarcó en la vida de Cathy y de Heathcliff; una vieja casona de
piedra sobre un terreno pedregoso, pasto sin vida, barrido por el viento y el
silencio abrumador de los días con poca luz. Recuerdo que encendíamos las
bujías para coser o leer y hasta para escribir. Nos abrigábamos mutuamente. No
había otra cosa, más que sobrevivir. Y así nos refugiábamos en la escritura
como si fuera el aire que necesitábamos para respirar un día más. La existencia
parecía larga, interminable, pero no lo era y nos sorprendió…
−¿Y su padre?
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Charlotte |
Mi
padre, Patrick Brontë, fue a la escuela hasta los dieciséis años para financiar
sus estudios. Luego fundó un colegio público y trabajó como preceptor. Con sus
ahorros ingresó en la universidad de St John´s College, Cambridge. Por su
origen irlandés del sur y por ser una persona humilde, lo lógico era que
asistiera al Trinity College de Dublín, pero fue aceptado por sus amplias
capacidades. Estudió teología e historia antigua y moderna desde 1802 hasta
1806. Después del bachiller universitario en Letras, recibió su ordenación el
10 de agosto de 1806 como la mayoría de los estudiantes sin grandes recursos.
Su amigo Henry Martyn lo recomendó con las autoridades eclesiásticas.
−¿Y
sus abuelos?
Eran
granjeros irlandeses. A mi padre no le gustaba el trabajo de campo y por eso se
independizó, estudió en Cambridge y luego, a los veintinueve años, ingresó en
el clero anglicano. Él era demasiado severo y obstinado. Le gustaba también la
poesía y escribía en los ratos libres.
La Liberación
Hermanas Brontë
El niño resistía demasiado aunque
su cuerpo se sublevaba contra la comida; con el ruido de fondo, el grado de
ausencia se agrandaba y le era más difícil poder salir del pozo que lo empujaba
a una posición casi letal. Cuando se iba con su padre actuaba de la misma
manera, y nadie tomaba la responsabilidad de asumir los roles.
Damián vivía en duelo permanente
frente a quienes no le enseñaban el rostro de su madre por temor al sufrimiento
cuando él ya había llegado casi al último escalón. No sabía pedir ayuda por sus
trastornos de la voluntad pero tampoco quería saber porque la realidad estaba
ante sus ojos: él no tenía mamá.
José no pensaba en la soledad y
observaba el crepúsculo ambarino sólo para saber el color de sus espigas, la
virginidad de las plantas y ver la hojarasca en los terrenos áridos. Nunca se
quebraba porque su sangre parecía helada entre las venas, pero lo cierto era
que él eternizaba el amor de Letizia; no lo custodiaba ni lo desamparaba
solamente lo sumergía en un mutismo de lejana cercanía. Necesitaba de esas alas
para aislarse en busca de su yo, aprender de sus raíces y dormirse en la paz de
ese linaje en el cual, tal vez, no existían ni Letizia ni sus hijas.
El desamparo del labrador no lo
asfixiaba. ¿La vida era tan sólo eso? José era un militante de las apariencias
como su suegro Julián; necesitaba dinero para ser feliz y pensaba que los
billetes mantenían fieles a las esposas.
“Cuando las mujeres exigen dinero a cambio es porque ya han dejado de
amar”.
José inmerso en los cuatro vientos
de la llanura aborrascada no prestaba atención a las cuestiones del espíritu
porque la quietud lo adormecía bajo el alero colonial de la casa de sus padres.
Él era inmaduro igual que Manuela y ya no tenía capacidad de asombro porque la
rutina no le dejaba ver lo que en realidad tenía valor. Infranqueable para
demostrar afecto creía ser justiciero y sacrificado porque cuando volvía a la
casona se mostraba sufrido; era una persona sin opciones, un fugitivo en quien
nadie podía depositar sus anhelos, miedos o desdichas porque él estaba
necesitando abrazos.
-¿Sigues con el ritual?-le
preguntaba Manuela.
Desde pequeño, a José le costaba
alcanzar al objetivo porque el encuentro con la realidad lo confundía; llegaba
a desvirtuar el sentido verdadero de sus aspiraciones. No sabía si vivía dentro
de un presente construido por sus padres o fuera de un paraíso que lo excluía
por razones que se escapaban a sus dominios. Jamás le gustó el campo.
Hoy él quería recuperar el tiempo perdido en
esa llanura que, aunque en un principio no toleraba, ahora era su caverna, el
fuego, el relax, la música, el espacio…
En Barbastro se hallaban Letizia y
sus hijas que esperaban la parquedad de su regreso todos los días. José, en
realidad, no sabía cuánto las quería porque arrastraba episodios complejos de
su niñez y la ambigüedad de situaciones pasivas para tomar decisiones. Envuelta
en los vapores de los tulipanes de Rocío, cocinaba el pastel de ave con
zanahorias, papas y tapas de hojaldre; Dolores y Laura se colgaban de los
brazos de su padre para ahogarlo con cariños dulzones que José devolvía con
promesas de regalos y viajes.
José era un terrateniente que
buscaba el perfeccionamiento de su oficio pero no sabía que se dilataban los
momentos: las niñas crecían, Letizia se cansaba de su apatía y de la soledad,
Manuela la atosigaba con vaticinios. En medio de tanto parloteo, él se deslucía
y se aislaba, hasta parecía desleal por sus deficiencias.
−Es que la madre es todo para un niño: la protección, el amparo, el beso, la caricia, el sostén… Crecer con un padre no fue lo mismo. Nunca lo es cuando el vínculo materno es muy grande. Lo pudimos sobrellevar, pero no aceptarlo. La muerte es la negación de la vida y nos costó mucho acostumbrarnos a su ausencia, al silencio, a no ver su sonrisa ni a escuchar su voz. El entorno no ayudaba porque la soledad era extrema. Si hubiéramos vivido en otro sitio, la cercanía de la gente y de los conocidos nos hubiera dado una tregua al dolor, pero Hanworth se parece a la nada misma y se instala hondamente en el corazón. Hasta las enfermedades parecen atacar con más fuerza y nos obligan a sentirnos más desvalidos y ancianos.(fragmento)
No hubo fiesta de casamiento; de
luna de miel se fueron a Egipto: lugar místico y adorado por los dioses, donde
el sacrificio era una costumbre casi un rito. Los incensarios llenos de mirra
envolvían con su aroma los palacios y purificaban, desde tiempos pretéritos, el
acto del amor. El mirto y el cedro para los ricos, el aceite de sésamo para los
pobres. Para Manuela los ungüentos añosos y modernos para alejar los espíritus
malignos que acechaban siempre y no conocían distancias.
Letizia había cambiado su vida, se
había reinventado con los arrullos de fantasmas a cuestas y el parloteo de
cotorra de su suegra que conocía la historia de la familia pero que sólo le
importaba el dinero que acumulaba Julián.
José aceptó vivir en la casona de
Letizia porque ella extrañaba a Damián y a sus padres. Ese recinto congregado
de fieles era solamente un escenario más para la autocompasión.
Letizia, una mujer con rumbo
incierto, mendigaba en el fangal con un poco de cordura cuando sus ojos se
cruzaban con los de Manuela que arrastraba sus gritos silenciosos en una silla
tan vieja como su rostro de abuela joven. Estaba destruida por la lucha y con
la necesidad permanente de sentir una espalda para apoyar sus huesos amarillos.
-Tú calla o reza para no
enfermar -le decía a Letizia que la observaba a través de sus gafas mientras
cosía las medias de su padre.
-Madre no bajes los brazos, el
destino maneja los hilos. Con cada desgano mueres un poquito.
-Letizia no puedes engañar a las
sombras porque no conoces la tuya. Las ausencias se abisman como trapecistas en
las cuerdas flojas. La vida es sólo eso, dormir… ¡Cristo Santo, es que no
sabes, niña, ponte el disfraz y sigue tu camino…! Hay que ser necio para creer
en la dicha.
Letizia se incorporó sin contestar
una sola palabra y se retiró a la cocina a preparar la cena para poder llorar
sobre las estampas de Manuela que, en definitiva, no la inquietaban ni le daban
valor.
Preparó un salmón rosado con masa
Phylo con eneldo y ciboulette para todos, aunque sabía muy bien que a José le
gustaban las comidas sencillas. Ella casi no pensaba en él porque su ausencia
era tan prolongada que la despojaba del entendimiento y de la realidad, de que
llevaba un anillo de bodas.
Damián, casi como hijo propio, se
comía los frutos rojos y la jalea de naranjas mientras Manuela observaba sin
inmutarse, pero decía de a ratos:
-No eres de nadie pequeño, eres
solamente de ti.
Manuela divagaba sin convencimiento
y a entera disposición de las leyes divinas porque ya no se sublevaba; había
aprendido el difícil arte de la resignación.
Letizia saludó a José que llegaba
del campo con la ropa sucia por el polvo de las cosechas y con el decaimiento
lógico de largas jornadas a la intemperie. No tenía humor para hablar con su
esposa y menos con Manuela; él no sabía que descuidaba el hábito de agradar
porque, tal vez, no entendía las reglas del matrimonio.
-Traes oscuridad en la mirada -le
dijo Letizia.
-Estoy cansado, tú sabes que no me gusta el campo. ¡No me hables de ese modo porque te pareces a tu madre! -le gritó.
Letizia corrió a su cuarto llorando
con su acostumbrada dificultad emocional y la soledad de una vida sin cariño y
con demasiadas ataduras. José fue detrás de ella pues estaba arrepentido; la
amaba muchísimo pero, a veces, los nervios lo traicionaban por estar aislado de
las costumbres urbanas.
Nunca hubiera imaginado los días
sin Letizia, a pesar de su estricta educación, de los modales aniñados y de sus
humildes logros. Ella era frágil y enfermiza, incapaz de concebir un hijo, y
tan miedosa que no tenía secretos, pero algo la diferenciaba de las demás
mujeres: podría sobrevivir a todas y cada una de las tragedias y pesadillas.
José creía que Letizia moriría a los ciento veinte años pero…
Sallie se acercó al fuego porque el frío era intenso.
−¡Katherine! –gritó Charlotte−. ¡Trae más leña! Aquí el verano tarda en entrar, hace una visita corta, por formalidad, trae campanillas azules, lirios amarillos, orquídeas fucsias, rosales salvajes, zarzamoras, linarias, dédalos y brezo con el subido de color bermejo… Y así, con tanto regalo, se olvidan por un rato, breve, los días umbrosos de diciembre.
La criada se fue rápidamente con su andar sobrio y misterioso, tan enigmático como la famosa patrona y propietaria. Quizá, era ama de llaves. La imaginaba así, de ese modo, la soñadora incorregible de Sallie Deam.
Frente al ardor de las llamas, se podía contemplar la figura esbelta de Charlotte que continuaba en silencio, demasiado castigada por la vida, pálida y aburrida.
Sallie era una adolescente; tenía facciones menudas y mirada pícara. No sabía cómo llegar a Charlotte. La veía cercana, pero la sentía lejos. La ansiedad le oprimía el pecho, quería hablar y no encontraba palabras, no le salían, porque todo era muy extraño, hasta las tazas de té.
De pronto, apareció un hombre con un gabán oscuro y la miró con los ojos entornados y con demasiada desconfianza. Su pelo era castaño y se lo veía, físicamente, algo desalineado. Era el pastor Arthur Bell Nicholls, vicario en la parroquia del padre de Charlotte, el marido.
El señor Brontë no quería que se casaran, pero Arthur pudo convencerlo. Fue un arduo trabajo que le llevó meses.
−¿Y la señorita? –preguntó con una voz inquietante que le perforó la piel y la dejó tan vulnerable que empezó a temblar. Ese hombre la intimidaba.
−Ha venido a hacerme una propuesta. Por favor, querido, déjanos solas.
−No. Es importante que yo sepa de qué se trata –respondió con autoridad.
−¡No es importante! –exclamó Charlotte, mostrando su carácter oculto; el resabio de ser tan salvaje como desesperanzada.
El hombre se retiró disconforme.
La habitación estaba destemplada debido al frío y se escuchaba el viento que arrastraba con todo aquello que se le cruzaba en el camino. Katherine acomodaba la leña que iba trayendo desde la cocina y miraba a Sallie desde la distancia, recelosa y fantasmal, helada.
−Ya se viene la noche y no me has dicho a qué debo tu presencia. Qué pasa, tanto entusiasmo del principio se ha apagado. ¿Tienes algún temor?
−No. Yo soy escritora –sabe− como usted. Bueno… como usted no. Quise decir… −se estremeció por el error que acababa de cometer.
Charlotte, con la mirada en la costura, se sonrió al comprobar las torpezas de la “escritora”.
−Dime…
−Bueno, disculpe. Yo quisiera, con su permiso, escribir un libro.
−Hazlo… ¿Por qué tienes que tener mi permiso?
−Porque quiero escribir sobre las hermanas Brontë, las memorias, vida, amores, sus obras, tristezas y alegrías, compañerismo…
−¡Eso nunca! –gritó Charlotte y Sallie se asustó y se puso de pie. Se acomodó la falda, se colocó el sombrero, la capa que llevaba como abrigo y no intentó contradecirla−. ¿Qué haces?
−Me voy. Disculpe las molestias. Créame, no fue mi intención molestarla, se trató de un atrevimiento que no me perdonaré nunca. ¿Cómo yo, que no soy nadie, puedo querer escribir la biografía de mujeres tan únicas e irrepetibles? Eso lo tiene que hacer un gran autor, un profesional que esté a la altura.
−Niña caprichosa.
−¿Qué? Me voy. Mil perdones. Igual le agradezco el té y la predisposición. Me ha cumplido un sueño: el de haberla conocido.
Ese comentario a Charlotte Brontë le gustó mucho y dejó la costura de lado y la miró fijo. Sallie bajó el rostro, con vergüenza.
−Eres obstinada y perseverante. Sabes que así hay que ser en la vida para alcanzar los sueños; perseguirlos y jamás abandonarlos. Si es lo que amas de verdad. Nosotras lo fuimos a pesar de las circunstancias, del entorno y de las dificultades por ser autoras femeninas. Tienes que convertirte en varón.
−¿Qué?
−Sí, niña, firmar con otro nombre, pero de varón. Así serás aceptada, y después no claudicar jamás. Eso sí, estudia, aprende, dedícale todo tu tiempo y más, lee e investiga. Piensa en ti y no en los lectores posibles, si los consigues porque es difícil. Haz tu trabajo lo mejor que puedas y supérate a ti misma, sin competir y sin mirar al costado. Y si fracasas, tómalo como una experiencia, aprendizaje, para intentarlo de nuevo por otra vía, con más elementos, con otros, y con la sabiduría que da el tiempo.
−Gracias por los consejos, no los olvidaré mientras viva. Adiós.
−¿Cuándo empezamos? –agregó Charlotte con entusiasmo.
Sallie Deam comenzó a llorar de emoción.
*
*
Mi libro leido de la semana. Recomiendo a esta autora. Su escritura Es realista, sensible. Te transporta al sentir de los personajes. Sus miedos. Sus fantasias. Sus vivencias. Gracias Luján Fraix por tan bello texto.
Claudia Ramírez
Damián jugaba en los brazos de
Letizia a quien llamaba mamá porque no podía elegir; Alejandro, su padre, lo
venía a buscar y lo acompañaba a la casa de Lola para que cambiara de ambiente.
Ella era una abuela “normal” que le compraba helados y lo llevaba a la plaza a
jugar con otros niños aunque él se mostrara retraído. Tampoco le hablaba de
Encarnación, ni de su fama ni de sus huellas, porque inconscientemente no la
quería por haber desafiado al peligro sin pensar en la familia. La consideraba
una mujer egoísta, educada con absoluta libertad, a quien los problemas de las
personas le resbalaban dejando relucir su alma mezquina. Lola no quería que su
nieto recordara a su madre de esa manera; ella, llegado el momento, se
encargaría de inventar un personaje noble a los ojos de la criatura. Sin
embargo, Damián, a su manera, ya estaba sufriendo los estragos del abandono y
de una ausencia que se hacía esperar y que estaba pintada en algún sueño, en
una caricia lejana, en una canción de cuna…
José le daba seguridad para
defenderse de los invasores imaginarios pero era algo indiferente cuando se
alejaba para partir al campo a lidiar con los sembrados y los animales; sin
embargo, sabía dividir su tiempo porque pensaba que todas las mujeres
necesitaban las mismas cosas. La imagen de Letizia expresaba su impotencia
frente a las horas de vida que le pesaban… pero José no se daba cuenta porque,
tal vez, se egocentrismo no le permitía ponerse en el lugar de ella y asumir el
compromiso. La familia de Letizia estaba quebrada y nada le devolvería la paz.
Damián crecía al amparo de Manuela
y de Letizia. Lola, la otra abuela, quería rebelarse ante el misterio de esa
casa legendaria con códigos absurdos y dañinos para el niño, pero Manuela era
demasiado absorbente y posesiva capaz de desafiar reglas establecidas como
modelos. A ella su corazón le hablaba y le decía que Damián estaba ocupando el
lugar abandonado por Rocío y por Encarnación como un regalo de sus hijas.
Manuela, por orden del Supremo, debía protegerlo de la vida invadida por
asesinos y víctimas, protestas y libertinaje, seres oscuros y santos de yeso.
-Tú sabes que Dios está en los
cielos. Júrame que no saldrás a la calle. Júrame que no morirás…- le decía
Manuela en susurros cuando lo veía dormir en la cama de Rocío con su mismo pelo
lacio y rubio. Ese ángel sobreviviente era el lazo que la unía a la pesadilla y
al último paso que la arrojaba al futuro. ¡Pobre niño! Sobre él caía la guerra
de una familia contra el mundo que pendía de un hilo y que afrontaba el reto
del mañana pero enturbiaba el presente.
Julián, resignado y apático, se
refugiaba en el trabajo mientras trataba de acrecentar el capital aunque ya no
le importaban los billetes. Había descubierto el paraíso y el infierno en pocos
años, de nada le servía el dinero porque no le daba felicidad. Podía nadar en
él hasta ahogarse y gritar hasta quedar mudo; nadie le devolvería aquello que,
como un escultor, había creado y que valía más que el oro. Todos parecían
autómatas, no lloraban ni reían, sólo se levantaban por las mañanas y se
acostaban por las noches con un macabro ejercicio no premeditado.
¿Esperaban algo o se dejaban llevar
por la renuncia?
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA