Para ellos la realidad era una
contradicción de la que no había que esperar nada. Para qué renegar por algo
que no tenía solución; lo mejor era abandonarse al hastío de los años, a la paz
de la siesta en un lugar propio que nadie les iba a quitar, al menos por el
momento. Los hombres dormidos respiraban despacio y las gotas de sudor le recorrían
la piel dorada por el fuego de las cosechas. Un jinete se acercaba al galope
hacia la tranquera, ellos no lo escucharon… porque los lamentos de los
pitiayumis, chiviros verdes y monteritos los dejaban sordos. La explosión de
los vegetales les mostraba los frutos, con la experiencia de haber nacido
labriego y el sosiego de su propia sencillez.
El poder del amor era más fuerte
que los conjuros, nació Rubén. No pudieron dejar de acordarse de Santiaguito
por quien elevaron una plegaria. El mismo párroco ofició la misa para el recién
llegado en la sala del hospital como la vez anterior porque Magdalena así lo
pedía siempre; era una forma de emancipar a ese niño de los acosos terrenales,
de las miradas oscuras, del poncho de chala, y de los destinos.
En la casa, la estaban esperando
todos menos Rosaura que no se despegaba del pequeño Rubén. Ella sentía algo
raro, emotivo y sobrenatural, que la ataba a esa criatura como si fuera su
propia madre. Rosaura tenía doce años pero había madurado el doble por la
excesiva responsabilidad a la que la sometía Magdalena. Una perfección que le
traía culpas y podría llevarla al fracaso.
En el campo, los hombres, con
errático paso, estaban construyendo el futuro con los terneros, las gallinas,
la quinta y el burro que se acercaba a la puerta a olfatear las migas de pan.
Inti, dios del Sol y de los cultivos, observaba desde su fecundidad el poder de
las raíces.
-Allá vienen…-dijo Bernardo quien
miraba hacia la calle donde una polvareda gris se acercaba a alta velocidad.
Don José Shalli las traía de regreso
a la chacra; Magdalena, su bebé y Rosaura que venía colgada del cuello de su
madre para mirar los ojitos cerrados de Rubén. Ella quería abrazarlo con la
ternura que guardaba desde que nació y que ocultaba por no encontrar
destinatario.
¿Necesitaba amor esa niña de mirada
transparente o simplemente comida como decía el abuelo? Ella quería sentirse
útil y presente, que alguien se diera cuenta de que estaba allí y que sufría
por no poder tener una infancia libre. Ahora poseía un motivo para permanecer
al asilo de las tapias.
Juan Waner, sin salir de su
letargo, no dejaba de admirar la valentía de su esposa que, con todo el dolor
por la pérdida de Santiago, tuvo la fortaleza necesaria para traer al mundo a
Rubén. Lo hizo para llenar el vacío y para sentir de verdad que la vida tenía
que continuar su marcha. Entre las fibras de ese cuerpo peñascoso había sangre
fuerte que podía borrar los gritos espectrales, la desolación de los
campanarios y sus badajos, la sombra de la despedida…
-Hay que ponerse firme, hombre-le
dijo José Shalli a Juan con un gesto de ironía que le abrió una cicatriz, con
la pena y la certeza de que ese anciano no cambiaría nunca.
-Seguro-contestó Juan que no se
atrevía a herir a nadie ni con el pensamiento.
-Usted es demasiado lento-volvió a
decir el abuelo.
Juan bajó la mirada y se retiró
porque sintió que los filos de su suegro lo estaban aniquilando por dentro.
“Hasta cuando…”, pensó cuando se
alejaba hacia el campo que era su único refugio.
-Basta, papá, no se da cuenta de lo
que dice, usted. Debería tener más respeto por mí que soy su hija y por el bebé
que acaba de nacer. Es tiempo que reflexione, ya está grande y debe tratar de
llevarse bien con aquellos que no tienen sus ideas. La gente no es toda igual.
Comprenda.
-Bueno, qué tanto, yo soy positivo.
No sé cómo me ven que me reprochan lo que hago. Yo no puedo opinar más… Es que
a los viejos no se los tiene en cuenta. ¡En la antigüedad a los ancianos se los
consideraba sabios!
-Sí, a los viejitos inteligentes-dijo
Juan José y salió corriendo para el patio para no escuchar los retos del
octogenario.
-Abuelito, mire al bebé. ¿No es
bonito?-dijo Rosaura tomando a José de la mano para acercarlo al moisés.
-Sí querida.
-A propósito, cuando yo me muera
quiero “una casita” para protegerme del clima.
-Qué cosas dice…
-No hable de morir cuando alguien
acaba de llegar al mundo-dijo Rosaura abrazándolo con ternura.
-Tienes razón, pequeña.
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