Juan José, de dieciséis años, le
hacía frente al famoso tío Bernardo porque lo veía gruñón y divertido, ardiente
para hablar y entregado a los desajustes del presente. Al hombre no le
interesaba la soledad ni el futuro porque pensaba que sería eterno y que no
necesitaría de nadie en las postrimerías de su vida. Él nunca se enojaba en
serio porque pensaba que manejaba los hilos de esa existencia sin imaginar que
los años se iban sin alertar a nadie y que un imprevisto podía desbaratar para
siempre el sendero trazado. El azar lo había elegido para escuchar, para ser el
bálsamo, el gesto fraternal, el hermano que envejecía sin darse cuenta.
-Tienes que casarte. Conocí una vez
a una novia tuya que parecía muñeca de cera, era amable y vergonzosa-le comentó
Juan a su hermano.
-No tenía ni un ladrillo.
-Y eso qué tiene que ver; así jamás
vas a encontrar a alguien. ¿Y si te enamoras de una mujer pobre?
-¡Nunca!
-Tío, disculpe nuevamente, conozco
una que tiene un poco de tierra debajo de los zapatos-se rio Juan José.
Bernardo, quien no se tomaba nada
con seriedad, celebró la ocurrencia del sobrino pues lo divertía muchísimo.
Esos goces lo traían a una verdad que él negaba como un rictus.
Rosaura, en cambio, respetaba a ese
hombre que le parecía grande y enmohecido por los lodazales, que no podía enmendar
errores porque pensaba que era perfecto. Él formaba parte del paisaje rural,
algo errabundo, pero libre. El tío Bernardo no necesitaba de nadie para ser
feliz porque en sus esporádicas visitas se mostraba hosco como un viejo sin
remedio. Él se entregaba a la gloria de los caminos, al saucedal, a los
temblores de la pampa gringa, porque era un gaucho de añosa corteza.
-Ya se viene la yerra-dijo el tío-.
“Parando rodeo”, a puro lazo y caballo, como se hacía antes, era mejor. ¡A
campo abierto!
-Puede ser. Para mí “a corral” es
más simple y menos violento-comentó Juan que odiaba el maltrato.
A la sombra del alba, Magdalena
lavaba pañales y rezaba al Padre Santo por la salud de Rubén a quien protegía
con pavor entre una borrachera de letanías. Juan amaba a ese niño que parecía
algo frágil y muy bondadoso. Es que a pesar de sus seis meses, Rubén parecía un
angelito escapado de algún cobertizo que poseía la lumbre de la vida. ¿Era real
esa criatura?
-El alma de Santiaguito duerme en
este cuerpecito con la dicha de un mutismo que le da voz.
-Madre, usted dijo que los muertos
descansan en las estrellas-dijo Rosaura desorientada.
-Bueno, también… Es que cuando
quieren están en todos lados.
Era inútil tratar de contradecir a
Magdalena porque ella misma no aceptaba la adversidad. Siempre quiso resurgir
del sitio de pobreza y ahora lo único que le importaba era regresar al pasado
para recuperar a su hijo muerto. Rubén no era un gorrión caído sino el
equilibrio de una batalla que debía terminar.
Juan la veía como un ser que se
debatía entre la paz que deseaba alcanzar y una ansiedad que rozaba lo
irracional. Ese cuerpo sin gobierno iba a enfermarse en cualquier momento ante
el vacío que, como un ultraje, se apoderaba de su energía. Del leño brotaba la
llama en entrega total pero ella, en continua búsqueda de la perfección, sentía
el fracaso.
Magdalena siempre estaba mal del
hígado pero comía brócolis con cebolla, ajo, queso de cabra, huevos y pimiento
verde, con la avidez de alguien que necesitaba llenar un profundo hueco para
lograr tranquilidad espiritual. Mucho aire para respirar y pocos pulmones para
recibirlo. En su prisión el vicio más grande que tenía eran las salsas de
hongos de pino y champignones, echalottes, vino tinto, crema de leche y
pimienta, pero luego de esos banquetes tenía que llamar al doctor Santos porque
sentía que se iba volando a descubrir el universo de las estrellas. Era una
mujer muy necia.
-¡Para qué comes tanto! ¡No sabes
que te hace daño!-gritaba el abuelo José Shalli en la habitación de Magdalena
adornada con candelabros, vírgenes, rosarios y ángeles. Detrás de las cortinas,
había hierbajos, redomas, teas coloradas y hojas de laurel.
El hombre no entendía que su hija sufría
un desajuste emocional que la llevaba a la inercia total porque se sentía muy
sola y destrozada por una realidad que no podía asumir. Ama y señora de las
brumas arrastraba a todos al confín sin medir las consecuencias.
-La desgracia es la rotura que mancha
porque lleva sangre en la herida.
-Deja de decir necedades y
despabílate…
-Padre, no me contradiga porque me
voy a ver obligada a decirle que se retire de esta casa para siempre.
-Sabes que me necesitas pero eres
muy orgullosa. ¡Yo te eduqué así! y me siento muy honrado por eso.
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QUERIDA ROSAURA
----------------------------Madre, La lucha femenina, Santas, Jane Austen, retratos literarios, Los inmigrantes, El sacrificio, Madre hay una sola.
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