Bernardo comenzó a llamar a los
perros a los gritos porque se iba para su granja; tenía que arrear las ovejas y
ya se le estaba haciendo tarde. El tío Agustín tocaba el acordeón debajo de los
tilos mientras Juan José lo acompañaba con la flauta. Eran dos bohemios
inmersos en un presente desplomado que aleteaba para surgir, con estrépito, a
la superficie.
-Bah… a estos le falta coraje-dijo
Bernardo cuando pasó arrastrando los pies seguido por seis de los ocho perros
que lo habían seguido hasta la chacra de su hermano.
El tiempo curaba los dolores del
alma y daba paso al recuerdo que era solamente el punto de retorno a la
infancia, a los segundos de felicidad contados y al esfuerzo de levantarse por
las mañanas para ver cómo las langostas se llevaban los sembrados. Todo
resultaba demasiado difícil para algunas personas que no sabían las artimañas
lógicas y necesarias para llevar adelante los negocios.
En el campo la naturaleza manda y
eso cada uno lo sabía de antemano por eso seguían las leyes de los ancestros
sin claudicar nunca, con la convicción de que se luchaba para preservar el
patrimonio frente al pueblo sofista. Los
sueños de los abuelos plasmados en el gesto de los nietos. El milagro repetido.
Juan Waner se dejaba arrastrar por
las palabras de su padre, don Julio:
-La tierra no se vende.
Esas ideas eran como códigos
impuestos y se llevaban el orgullo. El campesino debía, por tradición familiar,
respetar el sacrificio de los inmigrantes que dejaron su vida y un legado. Por
eso Juan era demasiado manso y se entregaba a la apatía; parecía que no le
importaba la sequía, el precio del cereal y los impuestos. Es que sabía que
aunque pasara lo peor, él tenía que seguir firme, en batalla, defendiendo el
patrimonio con el mismo temple que sus antecesores. Vivir y morir para esa
Patria que lo vio nacer, con la capacidad que Dios le dio y la preocupación honda
que le laceraba las arterias. No podía demostrar lo que sentía ni enojarse como
su hermano Bernardo porque el impedimento para expresarse se había transformado
en una enfermedad. El silencio atronaba en los oídos de su familia que solía
gritarle:
-¡Papá, mira el dibujito!
-Muy lindo, hija-decía Juan a
Rosaura que se había escapado de Magdalena en dirección al galpón donde su
padre estaba arreglando el tractor.
-Mamá quiere mandarme a la casa de
las tías para que después vaya a estudiar corte y confección, pero yo quiero
aprender a tocar el piano.
-Vamos a ver…
-¡Quiero estudiar piano!
-¡Niña, calma!
Rosaura le pedía a su padre con la
desesperación de alguien que sabía que jamás iba a poder tener sus gustos
porque Magdalena manejaba su vida de manera arbitraria. La niña temblaba,
lloraba un poco y luego se tranquilizaba. Tomaba entre sus brazos a un gato y
se lo llevaba a su cama a dormitar en el cobertor de lana amarilla.
Evidentemente, se sentía muy sola y esa esfera peluda era una compañía que no
le hacía reproches ni le ordenaba cuáles eran sus deberes y obligaciones. El
felino era el remanso de templanza que la acercaba a los carruseles y a las
barcas de papel.
-Las noches se dibujan con sueños,
sabes-le decía a Milo que la miraba arrobado con un sopor de gato aniñado-. En
el cielo está Santiago que llora porque quiere regresar; en ese momento tiembla
la tierra y se desprenden los cristales para formar nuevas estrellas
diamantinas donde irán a vivir otros bebés.
Rosaura estaba obsesionada con ese
firmamento abovedado y mágico que parecía arrastrarla a los confines. Se
aferraba a un vestigio de ternura en un coloquio íntimo, a vuelo de pájaro,
para inventar vivencias con palabras imaginadas.
-¡Ven a cambiar a Rubén!-se escuchó
una voz.
Magdalena la estaba llamando para
que fuera a atender a su hermano porque ella estaba haciendo la comida.
Había olor medicinal en ese cuarto;
los eucaliptos daban sombra sobre la ventana y en el borroso espejo se veía una
imagen: la madre-niña que sabía lo que era la melancolía porque alguien la
había elegido para ocupar ese lugar, para servir a los demás sin pedir nada a
cambio. Ella se brindaba, torpemente, con la inocencia de sus alas para atrapar
el amor que tanto necesitaba para crecer.
-¡No hay una cervecita!-gritó
Bernardo antes de entrar a la cocina-. Bah… acá tienen unos tomates-volvió a
decir arrojando el paquete sobre la mesa.
-Gracias por la generosidad-dijo
Juan José con ironía.
-No me cuesta nada.
-Por eso los trae… Disculpe, tío.
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario