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La abuela francesa (Melanie y Rodolfo-1era parte)

 

MELANIE Y RODOLFO

-1875-

 

 

Antes de ser asesinado en 1870 frente a su esposa e hijos por una banda armada que penetró  en el palacio, Urquiza trajo, desde la presidencia de la Confederación Argentina, a extranjeros eminentes de la ciencia que colaboraron con la obra civilizadora. Estos maestros realizaron publicaciones sobre las costumbres, oportunidades, progreso y forma de vivir de los ciudadanos para que el país fuera conocido en Europa por sus grandes posibilidades de crecimiento.

A partir de la segunda mitad del siglo XlX, los gobiernos que se sucedieron en Buenos Aires trataron de afianzar el porvenir nacional basándolo en la explotación agropecuaria. Esa orientación estaba fundamentada en el sentido de la orientación argentina dentro de los planes de la economía familiar trazados por algunas naciones de Europa, planes en los cuales se le había asignado al país el papel de productor de trigo y de carne vacuna.

Próximo a terminar el período de Domingo F. Sarmiento, se realizaron elecciones en las que resultó triunfadora la fórmula del Dr. Nicolás Avellaneda.

Año l875. Algunos hijos de Francisca y Juan José se habían casado…

El desaliento inicial se veía reemplazado por la determinación colectiva de lograr mayores ganancias para llegar a una posición económica que les diera un lugar y un nombre. Eso ya se notaba. La autoridad que les daba el apellido comenzó a abrir la puerta a un futuro promisorio y poco a poco ese destino ayudado por los esfuerzos, la lucha cotidiana y hasta el sacrificio de la pobreza los convirtieron en dueños de una pequeña potencia.

 

 


 

Melanie conoció a un hacendado joven, hijo de inmigrantes, llamado Rodolfo Chabot que la sedujo con sus aires de noble. Venía de una familia de abolengo que vivía a unos kilómetros de allí; refinado y elegante decretaba sus propias ordenanzas exaltadas por el honor de la familia, que despertaba el comentario de varias poblaciones que constituían el territorio, una comarca demasiado exigente a la hora de hablar de matrimonio.

La muchacha cayó rendida ante los galanteos de ese caballero que la subyugó desde el primer momento cuando lo vio pasar con su coche de cuatro asientos y con cubierta plegable (carretela) por el costado del camino frente al portón. Ella observó, con disimulo, desde la laguna de patos, la adecuada postura y su conducta y supo entonces que ese sería el hombre de su vida. Los versos resultaron incompletos ante el sentimiento que crecía abrasador igual que una fogata de ansiedades no satisfechas. Melanie trataba de reprimir los impulsos salvajes pero Rodolfo la atraía como un imán a pesar de su casi pueril aspecto, aunque en realidad no era tan joven.

Los padres de ella no se opusieron al noviazgo porque estaban orgullosos del yerno al que consideraban un defensor de las causas justas, en una región demasiado expuesta a la barbarie. Él mostraba la templanza que le surgía desde sus ya avanzados treinta y cinco años, situación que no molestó a nadie. La diferencia de edad los unió más debido a la madurez de Melanie, una joven independiente.

El tiempo transcurría con un sopor vago de nieblas que inquietaba mucho al sexagenario Juan José Bourdet. Su hijo Armand ya le había dado tres nietos y se hallaba instalado en la finca con ellos. Melanie, después de cuatro años de noviazgo formal, estaba por contraer nupcias con Rodolfo.

El sosiego de esa atmósfera de criollos los acercaba a la fecha esperada con una interminable lista de cajas con ajuares, muebles, enseres, ropa, dinero y joyas.

Las horas arrastraban los eslabones de una cadena pronta a quebrarse por el cansancio de la espera. El día de la boda se aproximaba a paso lento, quizá demasiado rápido para doña Francisca.

Melanie y su madre fueron a Rosario para comprar el traje de novia.



La ciudad había crecido con ritmo: se habían levantado edificios, había mejorado la iluminación de gas; se habían abierto tiendas, zapaterías y otros negocios como industrias entre las que se destacaban los molinos harineros, las fábricas de cerveza y los saladeros.

Un educador español, Enrique Corona Martínez, recibió de herencia los útiles del ex colegio Santa Rosa y entonces fundó un nuevo instituto que brindó estudios secundarios, nocturnos para trabajadores y aulas de jurisprudencia.

Los lugares habían cambiado mucho desde la última vez que Francisca estuvo allí entre el vocerío de la multitud, cuando llegó de sus tierras y la zona estaba invadida por la epidemia de cólera.





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