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La nodriza



Al cochero


            Siglo XVI.
Se llamaba Isabel como la princesa Isabel de York casada con Enrique Tudor. Vivía en una aldea próxima al extremo de la calle que llevaba a la residencia Hampton Court, hacia lo alto de la villa. Ese camino frecuentado por los caballeros de la corte, oscuro por tramos, dominado por altas murallas, era bello y siniestro.
Isabel trabajaba de nodriza, cuidaba a un futuro rey que se llamaba Eduardo: un niño de cejas pobladas y uñitas de gato.

Una tarde, se fue por el camino del cementerio junto a la iglesia de los campesinos. En el lugar había dos sepultureros que se despertaron cuando ella les gritó. Estaban descansando entre dos tumbas.
Una sombra encapuchada la seguía en su recorrido por el camposanto; Isabel no se animaba a mirar para atrás. El hombre no hablaba. Si ella se detenía, él también lo hacía; llevaba un hacha en la mano. Cuando regresó junto a los trabajadores les contó lo sucedido, entonces cada uno tomó un bastón y recorrieron el lugar pero no encontraron a nadie. El espectro había desaparecido o, tal vez, estaba en su imaginación de niña porque ella siempre decía que los fantasmas la buscaban…

Al otro día, Isabel regresó a la residencia a cuidar a su bebé de ocho meses; ella llevaba una cruz en las manos y todo el mundo la llamaba nodriza-madre.



A pesar de sus tantas ocupaciones, Isabel llevaba a cabo los asuntos diarios con fuerza y alegría. Temprano, por la mañana, iba a la capilla donde escuchaba los sermones de los monjes; más tarde, alimentaba al niño y acomodaba su alcoba de querubines…


Al atardecer, la nodriza se retiró…
En una especie de patio interior un centenar de ancianos estaban esperando al rey. Esas personas temblorosas parecían ser hombres castigados, encorvados y dementes. Uno de ellos tomó a Isabel de un brazo, tenía una caperuza marrón y sólo se veían sus ojos.

En la calle, pasó primero por el mercado de frutas, por la acrópolis y la galería de perfumistas… Había sombras en las tinieblas de la ciudad gris. Isabel quiso ir al templo que estaba edificado al pie de una colina; desde abajo, se contemplaban las murallas que subían igual que paredes de tumbas.
De repente, escuchó pasos porque se acercaban los viejos con antorchas que arrastraban las piernas como esclavos negros. Isabel se asustó pero ellos, sin verla, desaparecieron entre las columnas y los ataúdes comenzaron a hamacarse con la brisa del mar.

Detrás, entre las sombras de los árboles, el hombre de la caperuza miraba…
Enrique VIII, rey de Inglaterra y padre de Eduardo, era astuto y nada le importaba sólo su bien; creía que se parecía a Dios. Podía despreciar lo que no le gustaba rápidamente y dar cien excusas para defenderse. Siempre tenía razón. Isabel le daba lástima y pensaba que era una pobre adolescente.



Al otro día, la nodriza fue a la iglesia de “La Anunciación” y, entregada al sacrificio, comenzó a cantar con voz de criatura. Los monjes lloraron de emoción mientras que los nobles, en el oficio religioso, cubrieron de elogios a Isabel e hicieron donaciones con gratitud y admiración hacia la artista que pedía ayuda.
La joven se elevaba humildemente en medio del tumulto de cariño; con la cabeza inclinada agradecía a la Virgen Santa. Parecía un arcángel de la Biblia con su vestido blanco hecho jirones.

Había un príncipe en la primera fila de bancos que la miraba conmovido. En un costado del monasterio, se encontraban dos arpistas que tenían cuernos de elefantes, órganos y campanas.
Isabel terminó su actuación y se marchó del templo. Por el camino, se cruzó con un hombre que adivinaba la suerte y un astrólogo; lejos, en las colinas, lloraba de miedo a morir Matusalén.


Ella recorrió lugares increíbles hasta llegar al castillo, parecía borracha porque se balanceaba igual que un barco de velas. De pronto, comenzó a escuchar el sonido de las armaduras, el filo de las espadas y lanzas, el contacto de las sedas y los encajes de la reina…

Frente al puente levadizo, el encapuchado con el hacha no la dejó pasar; ella trepó por la ventanita del torreón y escapó por los corredores de piedra caliza. Ese disfrazado quería matarla y ella lo sabía.
Una noche, cuando regresaba a la aldea, se asustó y buscó refugio porque escuchó sonidos de cadenas. Miró hacia un lado y hacia el otro del sendero que estaba desierto. Caminó unos pasos y se ocultó detrás de unas matas; el silencio se mezclaba con el sonido de los hierros.
Por la vía, envuelto en la niebla de los sepulcros, un vasallo en un caballo blanco avanzaba… Isabel no lo dejó pasar; se sostuvo de su pierna hasta que logró subir. Las cadenas se escuchaban cada vez más cerca.

El jinete no se detenía y tampoco tomaba la huella para ir a su casa en el campo. Isabel sintió temor porque estaba comenzando a darse cuenta que ese desconocido era el hombre de la caperuza. Quiso soltarse pero él la sujetó con fuerza.
El caballero se detuvo al costado del camino, similar a las callejas de su aldea. Había sonidos leves de mascotas.
-¡Bajad del caballo!- le dijo.
Ella, inmóvil, pensó que le había llegado la hora de morir. Él se sacó el disfraz y la miró con sus ojos oceánicos. Era el príncipe de la iglesia que la había seguido largos años con el traje de verdugo… sólo por timidez y por amor.

Cuento de Luján Fraix