Se llamaba Isabel como
la princesa Isabel de York casada con Enrique Tudor. Vivía en una aldea próxima
al extremo de la calle que llevaba a la residencia Hampton Court, hacia lo alto
de la villa. Ese camino frecuentado por los caballeros de la corte, oscuro por
tramos, dominado por altas murallas, era bello y siniestro.
Isabel trabajaba de
nodriza, cuidaba a un futuro rey que se llamaba Eduardo: un niño de cejas
pobladas y uñitas de gato.
Una tarde, se fue por el
camino del cementerio junto a la iglesia de los campesinos. En el lugar había
dos sepultureros que se despertaron cuando ella les gritó. Estaban descansando
entre dos tumbas.
Una sombra encapuchada
la seguía en su recorrido por el camposanto; Isabel no se animaba a mirar para
atrás. El hombre no hablaba. Si ella se detenía, él también lo hacía; llevaba
un hacha en la mano. Cuando regresó junto a los trabajadores les contó lo
sucedido, entonces cada uno tomó un bastón y recorrieron el lugar pero no
encontraron a nadie. El espectro había desaparecido o, tal vez, estaba en su
imaginación de niña porque ella siempre decía que los fantasmas la buscaban…
Al otro día, Isabel
regresó a la residencia a cuidar a su bebé de ocho meses; ella llevaba una cruz
en las manos y todo el mundo la llamaba nodriza-madre.
A pesar de sus tantas
ocupaciones, Isabel llevaba a cabo los asuntos diarios con fuerza y alegría.
Temprano, por la mañana, iba a la capilla donde escuchaba los sermones de los
monjes; más tarde, alimentaba al niño y acomodaba su alcoba de querubines…
Al atardecer, la nodriza
se retiró…
En una especie de patio
interior un centenar de ancianos estaban esperando al rey. Esas personas
temblorosas parecían ser hombres castigados, encorvados y dementes. Uno de
ellos tomó a Isabel de un brazo, tenía una caperuza marrón y sólo se veían sus
ojos.
En la calle, pasó
primero por el mercado de frutas, por la acrópolis y la galería de perfumistas…
Había sombras en las tinieblas de la ciudad gris. Isabel quiso ir al templo que
estaba edificado al pie de una colina; desde abajo, se contemplaban las
murallas que subían igual que paredes de tumbas.
De repente, escuchó
pasos porque se acercaban los viejos con antorchas que arrastraban las piernas
como esclavos negros. Isabel se asustó pero ellos, sin verla, desaparecieron
entre las columnas y los ataúdes comenzaron a hamacarse con la brisa del mar.
Detrás, entre las
sombras de los árboles, el hombre de la caperuza miraba…
Enrique VIII, rey de
Inglaterra y padre de Eduardo, era astuto y nada le importaba sólo su bien;
creía que se parecía a Dios. Podía despreciar lo que no le gustaba rápidamente
y dar cien excusas para defenderse. Siempre tenía razón. Isabel le daba lástima
y pensaba que era una pobre adolescente.
Al otro día, la nodriza
fue a la iglesia de “La
Anunciación ” y, entregada al sacrificio, comenzó a cantar con
voz de criatura. Los monjes lloraron de emoción mientras que los nobles, en el
oficio religioso, cubrieron de elogios a Isabel e hicieron donaciones con
gratitud y admiración hacia la artista que pedía ayuda.
La joven se elevaba
humildemente en medio del tumulto de cariño; con la cabeza inclinada agradecía
a la Virgen Santa.
Parecía un arcángel de la
Biblia con su vestido blanco hecho jirones.
Había un príncipe en la
primera fila de bancos que la miraba conmovido. En un costado del monasterio,
se encontraban dos arpistas que tenían cuernos de elefantes, órganos y
campanas.
Isabel terminó su
actuación y se marchó del templo. Por el camino, se cruzó con un hombre que
adivinaba la suerte y un astrólogo; lejos, en las colinas, lloraba de miedo a
morir Matusalén.
Ella recorrió lugares
increíbles hasta llegar al castillo, parecía borracha porque se balanceaba
igual que un barco de velas. De pronto, comenzó a escuchar el sonido de las
armaduras, el filo de las espadas y lanzas, el contacto de las sedas y los
encajes de la reina…
Frente al puente
levadizo, el encapuchado con el hacha no la dejó pasar; ella trepó por la
ventanita del torreón y escapó por los corredores de piedra caliza. Ese
disfrazado quería matarla y ella lo sabía.
Una noche, cuando
regresaba a la aldea, se asustó y buscó refugio porque escuchó sonidos de
cadenas. Miró hacia un lado y hacia el otro del sendero que estaba desierto.
Caminó unos pasos y se ocultó detrás de unas matas; el silencio se mezclaba con
el sonido de los hierros.
Por la vía, envuelto en
la niebla de los sepulcros, un vasallo en un caballo blanco avanzaba… Isabel no
lo dejó pasar; se sostuvo de su pierna hasta que logró subir. Las cadenas se
escuchaban cada vez más cerca.
El jinete no se detenía
y tampoco tomaba la huella para ir a su casa en el campo. Isabel sintió temor
porque estaba comenzando a darse cuenta que ese desconocido era el hombre de la
caperuza. Quiso soltarse pero él la sujetó con fuerza.
El caballero se detuvo
al costado del camino, similar a las callejas de su aldea. Había sonidos leves
de mascotas.
-¡Bajad del caballo!- le
dijo.