jueves, 10 de septiembre de 2020

El silencioso grito de Manuela (Cap VII segunda parte)

 




Julián seguía respirando a través de sus hijas y nietas porque aunque Rocío y Encarnación estuvieran muertas él sentía que estaban presentes. Las amaba tanto que hubiera dado la vida por ellas. Damián también era su refugio para enlazar historias aunque debía reprimir sus impulsos y ocultar las lágrimas porque el joven, de quince años, sufría desde tiempos pretéritos anorexia nerviosa crónica que dejaba casi desnudas sus entrañas.

-Abuelo, háblame de mi madre-le preguntaba a Julián que entornaba los ojos y colocaba las manos en forma de cruz sobre el pecho.

-Dile a Manuela, vamos anda…

-No, cuéntame de ella.

Esa noche entre las paredes añosas, mientras escuchaban de lejos los rezos de Manuela, el abuelo comenzó a hablar de Encarnación. Por primera vez desde aquel día, cuando se quedó solo frente a la tragedia, se sintió perdido y a merced de Damián que lo observaba como un ser incomprendido.

-Encarnación es, porque está aquí, bonita de ojos azules. De niña solía correr con sus muñecas sucias detrás de los gatos con la rebeldía de su edad y la sabiduría de un adulto. Contestaba mal, desobedecía a Manuela, pero con su alegría inundaba la casa.

-Muéstrame su fotografía-dijo de repente Damián.

-Hijo mío, no molestes más a tu abuelo que ya está muy viejo.

Damián, tratando de retener la bronca, se levantó, dio un portazo y se fue a la calle. No entendía el porqué de tanto misterio; necesitaba tanto comenzar a ser a través de su madre, olvidarse de sí mismo para conocer su origen. ¿Por qué amaba tanto a alguien que nunca había visto?

Y así fue como su mano movió el picaporte. Era incapaz de huir porque en esa casona se escondía su mamá, aunque fuera solamente un alma coronada de flores. Encarnación alborotaba el aire de los cuartos y algún día, quizá, con la ayuda de alguien, despertaría de la profundidad de los roperos con el cuerpo lleno de algas para cobrar vida en algún retrato.

 


 

Lucía cumplió tres años.

José, su padre, no la había vuelto a ver después de aquel día del desmayo pero sabía, por amigos de la familia, que la niña vivía en el umbral de las sombras. Él no podía hacer nada porque Letizia había llegado a odiarlo. Ella poseía la misma obstinación que tenía Manuela por la muerte, eran tan pasionales para todo que cualquier persona cercana resultaba insignificante. Solían tener conversaciones fortuitas con médicos en la iglesia, en la estación de trenes, en el cementerio… para que nadie sospechara que ocurría algo extraño.

En el medio doméstico en el cual vivían, Lucía solía pisar hormigas, acariciar las amapolas y arrancar los geranios. Jugaba con sus hermanas en un barco anclado en el fondo del patio; esperaba, quizá, el naufragio de ese Titanic que sabía que la travesía se interrumpiría en algún momento.

Aura y brillo, perfume de tulipanes, alguna gata Máxima y el retiro absoluto…

-Aunque estemos acompañados somos individuales; cuando el alma consume el cuerpo, la soledad asoma el vigor y se prepara para compartir el espacio que todavía se puede rescatar-decía Manuela.

Nada era tan trivial y tan monótono que escuchar las reflexiones de esa abuela pueril en momentos en los cuales la angustia se apropiaba de los corazones.

Lucía despojada de aire y en el fondo de una cisterna que se desbordaba por sus cultos, estaba comenzando a regalar sus pocos años a los espejos de agua, a la rigidez de las fronteras, a las vallas, al camino abierto… porque su fragilidad demostraba que estaba muy enferma.

Letizia ya lo sabía y Manuela mucho antes que ella. A medida que pasaban los días, la familia comenzaba a sentirse más angustiada. Cuando todos creían que se hallaba recluida, Letizia apareció en el portal en compañía de Manuela que era esclava de la resignación. Micaela, la vecina, quiso interrogarla pero Letizia la esquivó con altivez; se acurrucó en los brazos de su madre para que le diera la bendición y luego miró a los curiosos como si fueran criados sin apellido ni linaje.

Lucía sufría una enfermedad terminal y su mamá estaba dispuesta a luchar. Encendió diez velas al retrato de Rocío y se llevó la mano al crucifijo que llevaba en el cuello. Tenerlo le daba seguridad y cordura aunque desde ese día Letizia Costa Río comenzó a vestirse de negro; olvidó las lámparas y bujías y se refugió en las tinieblas. Solamente salía a la calle cuando llevaba a la niña a la consulta con los médicos.

José se acercó para ver el inicio del tormento y para ayudar a Letizia a recorrer ese camino de espinas, más allá de los desacuerdos y de la falta de amor.

Manuela, al verlo llegar, se sentó bajo el parral aspirando el olor del muérdago.

-A qué vienes.

-Por favor, señora, tenga piedad…

Lucía se hallaba sentada sobre un plumón, vestida con encajes bordados y puntillas de Valencia. Lo miraba seria como si estuviera en un rito bautismal y con la absoluta certeza de que ese hombre, para ella, era un extraño. Dolores y Laura también lo observaban tímidamente con los ojos hipnóticos pues casi se habían olvidado de él y de su rostro famélico.





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