lunes, 2 de enero de 2023

El silencioso grito de Manuela (Cap IX. 2da parte)


-Mi hija ya debe escuchar el trotecito de los caballos y el sonido de las ruedas de las carretas.

Letizia tuvo la tentación de salir corriendo cuando vio a Manuela observarla con piedad porque le parecía la cara misma de ese hado y su desvastada ironía, pero, a pesar de todo, esas dos almas se amaban y volvieron a unirse para acortar caminos.

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El tiempo pasaba entre los marrones y ocres, a partir de hechos casuales y de rutinas: migas espumosas, cafés, meriendas y salsas gallegas. José estaba en silla de ruedas en su casa de campo contando semillas de mandarinas cuando el cerebro se lo permitía. La cita de todos los días era posar como para un fotógrafo frente al ventanuco y deslizar una tiesa sonrisa de Gioconda. Parecía no conocer la realidad.

Manuela y Julián cenaron pollo perfumado con naranja en la cocina de la residencia y luego, tras una charla, se retiraron a saborear un coñac mientras intercambiaban ideas. En el patio, Rosario, la perra Collie, atacaba el criadero de conejos que eran defendidos por una docena de gatos.

Lucía dormía presa de los dogmas de la iglesia y Dolores y Laura habían salido a divertirse, a ver a sus ídolos de la música y a los jóvenes de su edad que, como toda generación, tenían sus códigos.

Letizia, en cambio, se encontraba a escondidas con Manolo Fuentes, un comerciante de la zona que, según decían las lenguas indiscretas, tenía dudosa reputación. Ella se sentía una joven en blanco y negro que jugaba con las secuencias como si los años no hubieran transcurrido. Manolo era extrovertido y parecía tirano porque su conducta despertaba desconfianza; Letizia lo veía un soberano a la altura de los clásicos, ya no había llanto ni furia solamente deseos de olvidar.

Manolo la acompañaba a los sanatorios y a recorrer las catedrales góticas; viajaban como mochileros y se sentían justos, con sed de venganza, porque pensaban que ésa era la cualidad principal de la condición humana.

-Sabes tú lo que es el sabor amargo.

-No porque le escapo a los malos tragos.

-Pues huyamos entonces a cualquier lugar porque acabarán dando en mi talón de Aquiles.

-Devuelve el alma a tu cuerpo y recupera la pasión que has olvidado porque eres linda y salvaje-le dijo Manolo completamente enamorado y ajeno a los sufrimientos de Letizia.

-Yo no soy la que ves.

-Veo un cuerpo frívolo y un alma doliente.

-Este disfraz mi querido Manolo esconde secretos y muchas personas en una sola. No necesito inventar espacios ni palabras porque ya estoy de vuelta de la vida. He sufrido tanto que todo lo que me rodea me parece superfluo, insignificante y carente de valor. Dios me está poniendo a prueba constantemente por eso desconfío de ti.

-Bueno… bueno… Letizia eres un tanto complicada para mi gusto pero bella y liberal, eso te convierte en un ser apetecible.

-Calla…

Letizia se enojó y se marchó del lugar mientras Manolo la observaba con una copa de jerez en la mano y una sonrisa mordaz.

-Ya volverás, pequeña, porque me necesitas.

Manuela estaba recostada esperando que su hija llegara a la casa porque su tardanza la preocupaba. Tenía un archivo de fotos sobre el regazo que acariciaba con amor, eran retratos de Rocío y de Encarnación que mantenía ocultos en el altillo lejos de la mirada de Damián.

-Vienes de una revuelta estudiantil-le dijo a Letizia cuando la vio atravesar la sala con los zapatos en las manos.

-No hables porque ya no tienes poder sobre mí.

-¡Qué buscas! ¡Contesta!

-Amor.

-Eres necia, recoge la armadura que llevas porque así nadie te verá.

-Tengo puesto mi traje de luto para que no encuentres nada de que avergonzarte. ¡Me miras! ¡Qué ves! Puedo cometer locuras con este aspecto y esta cara.

-Quieres revolución pero caes en el fatalismo. Haces bien porque debes estar preparada para el frío y el fuego; un autor está escribiendo demasiadas páginas.


Letizia sabía que su madre tenía razón a pesar de su bohemia y de su pobre carácter. Ella dependía de ese antro sobre el que se levantaban las ruinas de todos y cada uno de los humanos que habitaron la casa en sus mejores tiempos. En el patio, escuchó el vuelo de una urraca cariblanca que amenazaba con su presencia vigilante. No tenía miedo porque ya no reconocía los calendarios ni las cuerdas del reloj; estaba atrapada entre los gritos y el silencio pero aliviada por haber tenido coraje para combatir con la fuerza que le daba la debilidad. Miró a Lucía dormir en su cama y pensó en la felicidad de los niños, en esa falta de temor ante los riesgos y en aquello que desconocen totalmente: la muerte.

Julián bebía en la biblioteca. Se sentía culpable de no poder cambiar los presentimientos. No recordaba haber vivido años de paz y prosperidad. Todo le parecía lejano y, a pesar de tener fe cristiana, no podía entregarse al idilio que Manuela tenía con Dios.

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El silencioso grito de Manuela

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