-Mi hija ya debe escuchar el
trotecito de los caballos y el sonido de las ruedas de las carretas.
Letizia tuvo la tentación de salir corriendo cuando vio a Manuela observarla con piedad porque le parecía la cara misma de ese hado y su desvastada ironía, pero, a pesar de todo, esas dos almas se amaban y volvieron a unirse para acortar caminos.
Manuela y Julián cenaron pollo
perfumado con naranja en la cocina de la residencia y luego, tras una charla,
se retiraron a saborear un coñac mientras intercambiaban ideas. En el patio,
Rosario, la perra Collie, atacaba el criadero de conejos que eran defendidos
por una docena de gatos.
Lucía dormía presa de los dogmas de
la iglesia y Dolores y Laura habían salido a divertirse, a ver a sus ídolos de
la música y a los jóvenes de su edad que, como toda generación, tenían sus
códigos.
Letizia, en cambio, se encontraba a
escondidas con Manolo Fuentes, un comerciante de la zona que, según decían las
lenguas indiscretas, tenía dudosa reputación. Ella se sentía una joven en
blanco y negro que jugaba con las secuencias como si los años no hubieran
transcurrido. Manolo era extrovertido y parecía tirano porque su conducta
despertaba desconfianza; Letizia lo veía un soberano a la altura de los
clásicos, ya no había llanto ni furia solamente deseos de olvidar.
Manolo la acompañaba a los
sanatorios y a recorrer las catedrales góticas; viajaban como mochileros y se
sentían justos, con sed de venganza, porque pensaban que ésa era la cualidad
principal de la condición humana.
-Sabes tú lo que es el sabor
amargo.
-No porque le escapo a los malos
tragos.
-Pues huyamos entonces a cualquier
lugar porque acabarán dando en mi talón de Aquiles.
-Devuelve el alma a tu cuerpo y
recupera la pasión que has olvidado porque eres linda y salvaje-le dijo Manolo
completamente enamorado y ajeno a los sufrimientos de Letizia.
-Yo no soy la que ves.
-Veo un cuerpo frívolo y un alma
doliente.
-Este disfraz mi querido Manolo
esconde secretos y muchas personas en una sola. No necesito inventar espacios
ni palabras porque ya estoy de vuelta de la vida. He sufrido tanto que todo lo
que me rodea me parece superfluo, insignificante y carente de valor. Dios me
está poniendo a prueba constantemente por eso desconfío de ti.
-Bueno… bueno… Letizia eres un
tanto complicada para mi gusto pero bella y liberal, eso te convierte en un ser
apetecible.
-Calla…
Letizia se enojó y se marchó del
lugar mientras Manolo la observaba con una copa de jerez en la mano y una
sonrisa mordaz.
-Ya volverás, pequeña, porque me
necesitas.
Manuela estaba recostada esperando
que su hija llegara a la casa porque su tardanza la preocupaba. Tenía un
archivo de fotos sobre el regazo que acariciaba con amor, eran retratos de
Rocío y de Encarnación que mantenía ocultos en el altillo lejos de la mirada de
Damián.
-Vienes de una revuelta
estudiantil-le dijo a Letizia cuando la vio atravesar la sala con los zapatos
en las manos.
-No hables porque ya no tienes
poder sobre mí.
-¡Qué buscas! ¡Contesta!
-Amor.
-Eres necia, recoge la armadura que
llevas porque así nadie te verá.
-Tengo puesto mi traje de luto para
que no encuentres nada de que avergonzarte. ¡Me miras! ¡Qué ves! Puedo cometer
locuras con este aspecto y esta cara.
-Quieres revolución pero caes en el fatalismo. Haces bien porque debes estar preparada para el frío y el fuego; un autor está escribiendo demasiadas páginas.
Letizia sabía que su madre tenía
razón a pesar de su bohemia y de su pobre carácter. Ella dependía de ese antro
sobre el que se levantaban las ruinas de todos y cada uno de los humanos que
habitaron la casa en sus mejores tiempos. En el patio, escuchó el vuelo de una
urraca cariblanca que amenazaba con su presencia vigilante. No tenía miedo
porque ya no reconocía los calendarios ni las cuerdas del reloj; estaba
atrapada entre los gritos y el silencio pero aliviada por haber tenido coraje
para combatir con la fuerza que le daba la debilidad. Miró a Lucía dormir en su
cama y pensó en la felicidad de los niños, en esa falta de temor ante los
riesgos y en aquello que desconocen totalmente: la muerte.
Julián bebía en la biblioteca. Se
sentía culpable de no poder cambiar los presentimientos. No recordaba haber
vivido años de paz y prosperidad. Todo le parecía lejano y, a pesar de tener fe
cristiana, no podía entregarse al idilio que Manuela tenía con Dios.
*
El silencioso grito de Manuela
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