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El silencioso grito de Manuela (Cap IX. 1era parte)

 
IX


Letizia regresaba bastante repuesta de las salidas nocturnas donde se relacionaba con hombres con estilo y cuerpos afiebrados. Cierta textura en su piel hablaba de una alegría que no presagiaba nada bueno.

Lucía, al igual que sus hermanas, se levantaba muy temprano para ir a la escuela. No esperaba nada de Manuela, quien las atendía, y se iba rápido como escapando de la persecución de sus abuelos. Julián se había convertido en un anciano meloso, con ojos pensativos y gafas de bibliotecario. Sin embargo, se movía con afán entre los pasillos con sus placares atestados de folletos informativos. Se exiliaba en el escritorio a cavilar como si escondiera un tesoro que debía custodiar en demasía.

-A veces, la paz se vuelve guerra para las almas -decía Manuela cuando lo veía absorto mirando la nada.

-Mujer, el destino nos deja sin respuestas. La tempestad se puede desatar en cualquier momento. ¿Tú ves a Lucía? ¿La miras realmente? Cruza el umbral de tu inocencia y piensa en la carita de la niña.

-El futuro es un rompecabezas que parece de humo.

-¡Basta ya! ¡Deja de hablar necedades! Lucía lleva la vejez en su piel alba y la sabiduría de una mujer que ha llegado a sus límites, donde se tuerce el rumbo y se cuentan las horas.

-Lo sé, viejo. Tú crees que yo no sé lo que ocurrirá inevitablemente. Me conoces de toda la vida y todavía dudas de mis presentimientos, si los he tenido desde pequeña cuando me escondía en los roperos a leer libros de medicina.

Manuela y Julián, después de muchos años de no hacerlo, se abrazaron para llorar, como si juntos y aprisionados la tristeza fuera leyenda y no una derrota. La anciana prendió una vela para salvaguardar de los males a su familia.

 

 ***

 


El sol se desvanecía sobre los tejados de Barbastro. Letizia entraba a la iglesia de San Francisco y era observada por algunas mujeres que acariciaban las cuentas de sus rosarios, silenciosas pero alertas. El párroco que se hallaba en el altar principal acomodaba flores y manteles. Letizia se arrodilló; llevaba la cruz de nácar, el vestido de gasa negro y un sombrero. Su tristeza se remontaba a aquel día que el médico le habló de la dolencia de su hija cuando había posibilidades de salvarla; hoy le parecía remoto igual que el mañana. Ella miraba la gente que rezaba y pensaba que, tal vez, eran humildes desdichados que intentaban conversar con Dios.

De repente, comenzó a escuchar antiguas liturgias y entonces se abandonó a esa paz que transformaba su rostro inconmovible: esa coraza que la resguardaba discretamente de sus dramas. Cuando estaba en ese refugio no le importaban las fiestas ni los hombres porque de lo contrario se hubiera sentido egoísta.

Letizia se quedó en el templo hasta las cuatro de la mañana en medio de ese silencio que, como un remolino, aceleraba sus latidos. Ya no había caras achinadas, perros perdigueros y mujeres doloridas, sólo su mínima exhalación y sus preguntas. Todo el sacrificio era poco para intentar salvar la vida de Lucía pero también entendía que no estaba en sus manos ese rescate. No necesitaba el perdón de los superiores, solamente un poco de oxígeno y saber que la misión que alguien le había destinado no era en vano sino que venía cargada de esperanzas.

Manuela, en la puerta de la iglesia, la miraba con ojos llorosos.

------El silencioso grito de Manuela.

        Eternamente Manuela.

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