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La última mujer (Cap III Magnates y banqueros. 3era parte)

 


Alan estaba tratando de subir al coloso en tercera clase junto con los inmigrantes que iban a Nueva York en busca de trabajo.

Todos confiaban en que el viaje por el tumultuoso Atlántico Norte no sería arduo. Con sus dieciséis compartimientos herméticos, el notable buque era el reflejo de las más avanzadas técnicas de ingeniería. Para Alan era un trámite haber logrado subir. No le importaba la gente, ni las comodidades que, en tercera clase, para él era dignas de destacar. Quería llegar hasta su abuelo y apoderarse de la valija lo más rápido posible. Después, al llegar a destino, se ocuparía de otros asuntos. Lo importante era que estaba allí y que había logrado, con el poco dinero que le había dado Mark, subir a la nave sin ser visto y sin problemas.

Estuvo recostado el día entero en la penumbra del camarote, tranquilo y algo contento, notó cómo le iban desapareciendo el frío y el cansancio y se abandonó con deleite a la cálida sensación de seguridad. Escuchó el correr del viento en ráfagas caprichosas y pensó en la vida de los ricos, de los que gozaban de su suerte en primera clase. Los envidiaba, le parecían frívolos y déspotas. Su resentimiento aumentaba y también el desamor por su familia. Nunca los quiso. Era evidente que recibió la mala influencia de Harry, su padre, que se aisló de ellos para hundirse en su propio abismo.

Quien lo tiene todo a veces es muy pobre.

Se quedó dormido y soñó con Francia, con las playas doradas y el gozo de ser un Cooper. Vivir a lo largo de las costas y sentir el rugido de las olas contra la rompiente.

Las nubes se levantaban sobre la nave como montañas y la costa era una larga línea negra. El agua, de un azul profundo, se confundía con el cielo que se dejaba ver a intervalos.

Al rato, cuando despertó, Alan fue al comedor donde había mesas con manteles blancos colocadas de forma paralela con sus platos y los utensilios necesarios. Vio a algunos jóvenes de su edad vestidos pobremente que cantaban y reían. No le encontró justificativo. Para él la pobreza era una desgracia, la niebla que nublaba la razón y el latigazo dado sobre la carne lastimada. Alan se había transformado en una sombra fantasma, a la deriva, violado por sus propios intereses mezquinos.

“Si me oyeran hablar en voz alta creerían que estoy loco”, pensó al contemplar a los inmigrantes que conversaban animosamente en ese comedor de almas humildes. Él era tan pobre como ellos; sin embargo, se veía como un príncipe ruso soberbio y despiadado.

‒¿Qué edad tienes? ‒le preguntó un muchacho que apareció detrás de un banco largo de madera lustrada.

‒Veinte.

‒No pareces inmigrante como nosotros. Eres algo extraño. Perdona si te comento esto, he sido indiscreto.

‒No es nada ‒dijo Alan con indiferencia y lo dejó solo.

No le interesaba tener amistad con nadie. Le parecían demasiados ingenuos. Le pidió un cigarro y luego le dio la espalda.

‒¿Se puede subir a primera clase?

‒¿Qué? ‒contestó el joven sorprendido‒. No creo, está todo demasiado vigilado.

‒Tengo que buscarle la vuelta.

‒¿Cómo?

‒Yo me entiendo ‒respondió Alan dejando al inmigrante desorientado como si le hubiera dado un sermón y le hubiera estropeado la alegría.

“Qué raro es”, pensó.

Alan no era bueno ni nada parecido. No quería serlo tampoco porque no le servía. Era de débiles mostrarse dadivoso. Prefería ser hipócrita, mentir era una de sus virtudes. Harry le había enseñado a estar en guardia, a desconfiar, a colocarse una coraza para cubrirse de males mayores y de la humillación de los grandes. 



Estuvo merodeando por los alrededores toda la tarde. No sabía cómo hacer para llegar a primera clase. El mar en ese atardecer pintaba su color gris en la superficie. Algunos de aquellos inmigrantes tenían la piel morena como las de las mujeres indias. Todo le parecía tan lejano.

‒¿Necesita algo, muchacho?‒le preguntó, de repente, un vigía.

‒No, gracias‒respondió Alan asustado. Se hallaba en falta, él lo sabía.

¿Acaso no era fuerte y astuto como para obrar rápidamente y no vacilar jamás?

Tenía un dolor de cabeza atroz. Odiaba a esos hombres; los modales que empleaban para exhibir orgullosos la pobreza lo sublevaba. Es que ellos no tenían nada que perder. Alan Cooper había nacido en otra cuna y por eso su mendicidad lo transformaba, pero quien tenía la culpa de su poca autoestima y de la falta de valores era su padre. Mark había intentado llevarlo por el buen camino pero Harry lo desautorizaba, así también terminaron cansando a su madre que decidió hacer su propia vida en Francia.

A Alan lo invadió una especie de calma impersonal, no se sentía tan ansioso. Era una vaga melancolía, una especie de éxtasis que lo conducía a su fin primero, hacia el sueño profundo del que no podía evadirse. Tuvo la impresión de que en aquel ambiente ganaba la indiferencia; sin embargo, las miradas estaban depositadas en sus movimientos erráticos.

‒Ya van a servir la cena ‒le dijo uno de los pasajeros que circulaba por el pasillo y que venía desde la sala de fumadores.

‒Gracias ‒contestó Alan ensimismado. No le interesaba la vida social de la nave, ni las charlas o los festejos. Ellos estaban demasiado contentos. Como esa dicha que nacía de quienes tenían esperanzas y futuro. Él, a pesar de estar allí con un propósito, no lograba la paz que deseaba. Es que hasta que no tuviera la maleta de Mark en sus manos no podía reconciliarse con su existencia. Estaba dispuesto a todo y hasta se arrojaría al mar, si fuera necesario, con el botín porque su obsesión era perturbadora y alarmante. Quería disimular y no lo lograba… Los demás ya sospechaban de su ardid, pero no podían adivinar cuál era su camino para alcanzar aquel macabro anhelo.

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