Alan
estaba tratando de subir al coloso en tercera clase junto con los inmigrantes
que iban a Nueva York en busca de trabajo.
Todos
confiaban en que el viaje por el tumultuoso Atlántico Norte no sería arduo. Con
sus dieciséis compartimientos herméticos, el notable buque era el reflejo de
las más avanzadas técnicas de ingeniería. Para Alan era un trámite haber
logrado subir. No le importaba la gente, ni las comodidades que, en tercera
clase, para él era dignas de destacar. Quería llegar hasta su abuelo y
apoderarse de la valija lo más rápido posible. Después, al llegar a destino, se
ocuparía de otros asuntos. Lo importante era que estaba allí y que había
logrado, con el poco dinero que le había dado Mark, subir a la nave sin ser
visto y sin problemas.
Estuvo
recostado el día entero en la penumbra del camarote, tranquilo y algo contento,
notó cómo le iban desapareciendo el frío y el cansancio y se abandonó con
deleite a la cálida sensación de seguridad. Escuchó el correr del viento en
ráfagas caprichosas y pensó en la vida de los ricos, de los que gozaban de su
suerte en primera clase. Los envidiaba, le parecían frívolos y déspotas. Su
resentimiento aumentaba y también el
desamor por su familia. Nunca los quiso. Era evidente que recibió la mala
influencia de Harry, su padre, que se aisló de ellos para hundirse en su propio
abismo.
Quien lo tiene todo a
veces es muy pobre.
Se
quedó dormido y soñó con Francia, con las playas doradas y el gozo de ser un
Cooper. Vivir a lo largo de las costas y sentir el rugido de las olas contra la
rompiente.
Las
nubes se levantaban sobre la nave como montañas y la costa era una larga línea
negra. El agua, de un azul profundo, se confundía con el cielo que se dejaba
ver a intervalos.
Al
rato, cuando despertó, Alan fue al comedor donde había mesas con manteles
blancos colocadas de forma paralela con sus platos y los utensilios necesarios.
Vio a algunos jóvenes de su edad vestidos pobremente que cantaban y reían. No
le encontró justificativo. Para él la pobreza era una desgracia, la niebla que
nublaba la razón y el latigazo dado sobre la carne lastimada. Alan se había
transformado en una sombra fantasma, a la deriva, violado por sus propios
intereses mezquinos.
“Si
me oyeran hablar en voz alta creerían que estoy loco”, pensó al contemplar a
los inmigrantes que conversaban animosamente en ese comedor de almas humildes.
Él era tan pobre como ellos; sin embargo, se veía como un príncipe ruso
soberbio y despiadado.
‒¿Qué
edad tienes? ‒le preguntó un muchacho que apareció detrás de un banco largo de
madera lustrada.
‒Veinte.
‒No
pareces inmigrante como nosotros. Eres algo extraño. Perdona si te comento
esto, he sido indiscreto.
‒No
es nada ‒dijo Alan con indiferencia y lo dejó solo.
No
le interesaba tener amistad con nadie. Le parecían demasiados ingenuos. Le
pidió un cigarro y luego le dio la espalda.
‒¿Se
puede subir a primera clase?
‒¿Qué? ‒contestó
el joven sorprendido‒. No creo, está todo demasiado vigilado.
‒Tengo
que buscarle la vuelta.
‒¿Cómo?
‒Yo
me entiendo ‒respondió Alan dejando al inmigrante desorientado como si le
hubiera dado un sermón y le hubiera estropeado la alegría.
“Qué
raro es”, pensó.
Alan no era bueno ni nada parecido. No quería serlo tampoco porque no le servía. Era de débiles mostrarse dadivoso. Prefería ser hipócrita, mentir era una de sus virtudes. Harry le había enseñado a estar en guardia, a desconfiar, a colocarse una coraza para cubrirse de males mayores y de la humillación de los grandes.
Estuvo
merodeando por los alrededores toda la tarde. No sabía cómo hacer para llegar a
primera clase. El mar en ese atardecer pintaba su color gris en la superficie.
Algunos de aquellos inmigrantes tenían la piel morena como las de las mujeres
indias. Todo le parecía tan lejano.
‒¿Necesita
algo, muchacho?‒le preguntó, de repente, un vigía.
‒No,
gracias‒respondió Alan asustado. Se hallaba en falta, él lo sabía.
¿Acaso
no era fuerte y astuto como para obrar rápidamente y no vacilar jamás?
Tenía
un dolor de cabeza atroz. Odiaba a esos hombres; los modales que empleaban para
exhibir orgullosos la pobreza lo sublevaba. Es que ellos no tenían nada que
perder. Alan Cooper había nacido en otra cuna y por eso su mendicidad lo
transformaba, pero quien tenía la culpa de su poca autoestima y de la falta de
valores era su padre. Mark había intentado llevarlo por el buen camino pero
Harry lo desautorizaba, así también terminaron cansando a su madre que decidió
hacer su propia vida en Francia.
A
Alan lo invadió una especie de calma impersonal, no se sentía tan ansioso. Era
una vaga melancolía, una especie de éxtasis que lo conducía a su fin primero,
hacia el sueño profundo del que no podía evadirse. Tuvo la impresión de que en
aquel ambiente ganaba la indiferencia; sin embargo, las miradas estaban
depositadas en sus movimientos erráticos.
‒Ya
van a servir la cena ‒le dijo uno de los pasajeros que circulaba por el pasillo
y que venía desde la sala de fumadores.
‒Gracias ‒contestó
Alan ensimismado. No le interesaba la vida social de la nave, ni las charlas o
los festejos. Ellos estaban demasiado contentos. Como esa dicha que nacía de
quienes tenían esperanzas y futuro. Él, a pesar de estar allí con un propósito,
no lograba la paz que deseaba. Es que hasta que no tuviera la maleta de Mark en
sus manos no podía reconciliarse con su existencia. Estaba dispuesto a todo y
hasta se arrojaría al mar, si fuera necesario, con el botín porque su obsesión
era perturbadora y alarmante. Quería disimular y no lo lograba… Los demás ya
sospechaban de su ardid, pero no podían adivinar cuál era su camino para
alcanzar aquel macabro anhelo.
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