Felicias llegó a la vera del
camino, recogió algunas margaritas y vio algo que se movía entre los abrojos.
Pensó que era un gato.
‒No grites que yo te
ayudaré a salir. Ven…
Apareció entre el verde
de las matas, la zanja y el lodo acumulado, Mariano Pelayo.
‒¡Dios! ‒gritó Felicitas.
‒Niña, qué gusto verla.
Ella dio un paso atrás,
con temor.
‒No se vaya ‒le dijo él
con voz tierna y entrecortada.
‒Sabe muy bien que usted
es un miserable, un hombre brutal, sin corazón y sin alma. ¿Cómo piensa que lo
voy a escuchar si ha manchado mi nombre? Sería capaz de matarlo, ¿me oye? Si
esto pudiera devolverme la vida que tenía antes.
‒Yo solo no soy culpable de nada.
‒Es un desgraciado, lo
odio. ¿Cómo puede hablarle así a una señorita educada? No tiene principios.
‒¿Señorita educada?
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