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Querida Rosaura (Cap III tercera parte)



Seis meses después, los conjuros merodeaban el ámbito de esa chacra. Acechaba la envidia por aquellos años entre paisanos que si bien no tenían grandes riquezas poseían lo que no se logra con dinero: la dicha. Magdalena y Juan eran afortunados con sus limitaciones y sus logros, de hecho no eran ricos; sin embargo, los hechizos vagaban sin respiro por el circuito del cementerio, en las oscuridades de los matorrales y bajo la cuna de Santiago. Cuentan que se movía mucho la camita para que el niño llorara y se escuchaban pasos que alteraban el corazón en el piso de madera. Seguramente, algún chamán se sumergía en el sonido hipnótico de algún tambor.  Nadie podía creer en eso, ni en brujas ni en lechuzas que aleteaban como águilas entre el follaje ni en restos de huesos que se hacían polvo para espantar a los gualichos… Esos eran pensamientos de ignorantes, pero en la casa de ladrillos rojos con postigos en las ventanas ocurrían hechos extraños que, quizá, eran ocasionados por rivales de la comarca. Ellos se valían del poder del mal, del demonio y de otros espíritus para causar daño, adivinar y profetizar.  Bramaba el viento entre las hojas con descarnado lamento de lejanía; asolaba la tristeza que se volvía crónica, un quebranto entre los muros, la cárcel de alambre.


Magdalena deslizaba un rosario de nácar entre sus manos de alabastro; no lloraba porque era fuerte, pero sentía que esa atrocidad quería doblegarla por completo. Hacía conjeturas sobre presuntos adversarios pero consideraba una locura culpar a personas inocentes. Ninguna magia podía destruir el futuro.

Un día, recibió una carta y supo de quién se trataba y de dónde venía aquella supuesta maldición. Ya no tuvo dudas. La hostigaban por haber tenido hijos varones. Comenzó entonces el peregrinaje por manosantas que practicaban hechizos y hacían viajes místicos, hombres con rostros peligrosos, farsantes con velas coronadas de hiedra, galenos y sacerdotes. El niño con su piel de oliva aquietaba sus alas frente a los sonidos. Hubo alguien que logró expulsar la brujería. ¡Qué absurdo! Santiago se murió por descuido de los facultativos. Esa condena sin culpa se transformó en pena perpetua. El nido dejó sus plumones esparcidos…


Algunos de ellos, frente a la impotencia de los familiares, decían que el niño había sufrido lo que se llamaba “muerte en la cuna”. La desaparición inexplicable y repentina de un bebé sano, por lo general de seis meses, que se produce cuando la respiración se interrumpe sin razón. Se cree que son factores de riesgo la temperatura de la habitación, la infección viral repentina, la ropa de cama muy caliente o la posición en que duerme el lactante.

El destino agitó sus alas en el verdadero caos. El pequeño se fue sin darse cuenta; ya no habría crucifijos, ristra de ajos, agua bendita detrás de las puertas porque la medicina había fracasado.

El vagabundo que merodeaba los senderos se fue despacio detrás del funeral con el cuerpo lleno de victoria y en el pajonal pudo hundir su risa de murciélago, aplacar la sed de venganza y delirar hasta volverse loco.

Nada conformaba a Magdalena; sentía que estaba perdiendo la capacidad de comprender y razonar porque su conducta le decía que no existía experiencia o aprendizaje ante los sentimientos humanos primarios: el instinto maternal. Ese amor vivía en el alma como razón del ser.


Era evidente, que esos hombres querían alterar sus principios y actitudes; intentaban buscar una respuesta a lo indescifrable porque las magias ya no existían y los conjuros eran sólo simulacros de locura y envidia que caían luego en la misma fuente. Como aquellas mujeres que practicaban sus actividades esotéricas en el siglo XVII; fueron ejecutadas muchísimas personas, en la mayoría ancianas, por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Nueva España.


Los padres y hermanos no tenían consuelo ante la pérdida de Santiago, pero estaban obligados a continuar y trazar sendas para los que vendrían, más tarde, a ocupar sus puestos. Los surcos imploraban la atención fecunda de esas manos en el fondo mismo de los cuartos. Nadie quería enfrentarse con la rutina porque se sentían egoístas. El niño germinaba en las corolas, en los retablos, entre las favas en busca del néctar, cuando las parleras charatas suspendían sus estridentes cantos que se convertían en susurros de inquietud.

Rosaura buscó abrigo en las estrellas con su paseo en triciclo por la vereda. Ahora sí tenía alguien que le pedía amor desde las alturas y que la estaría observando toda la vida. Levantó la vista hacia el astro más brillante que parecía titilar y dijo:

-Allá estás. Sabes, me siento sola sin ti. Como sé que me estás mirando te regalo este beso-extendió el brazo lo más que pudo hacia el cielo-. Las almas de los angelitos son más bellas; quisiera tener alas como las gaviotas.



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