domingo, 11 de octubre de 2020

Querida Rosaura (Cap III-primera parte)



III

 

Nació Santiago con un destino marcado. El niño parecía Moisés dentro de la cesta embetunada y frente a los peligros del Nilo. Juan sintió que la vida estaba delante de sus ojos y recobró la alegría que siempre le faltaba porque se abría un nuevo horizonte, un estímulo para continuar trabajando para la historia en esos campos repletos de añiles y de carromatos. Bajo la piel de ese hombre estaba latente el don de la bienaventuranza de los seres augustos y la comunión del amor frente a la caricia de pueblo.

Rememoró después, en el camino de regreso a casa, la emoción que sentía su padre frente a la tierra cuando hablaba de los trenes de carga, de las cremerías y de las fábricas de queso. Don Julio le contaba de los barcos que cargaban la cosecha de arroz y de lino frente a las huellas de los gauchos y al asombro de quienes escuchaban los relatos. A Juan esos recuerdos lo entristecían a punto de dejarlo inerte frente a la melancolía: ese disgusto por la existencia vacía. Quizá él no podía superar la muerte de su padre y se quedaba detenido en ese tiempo sin poder hacer frente a la rutina de los días, pero hoy su voz latía de una manera diferente. Había encontrado un romance que lo hacía vibrar en la piel de un bebé.

El comercio adquirió más notoriedad con la llegada del ferrocarril. Las “barracas” acopiaban cueros, lanas y los frutos del país. Los paisanos se mezclaban, en el diario trajinar, con los hojalateros, con los trenzadores criollos que en los ranchos fabricaban lazos, bozales, maneas…, con los sombrereros, con los tipógrafos y las  modistas.



Magdalena recibió regalos de sus hermanas y de sus padres: un cubre moisés de piqué bordado en punto París, sabanitas de batista, fundas regulares, camperas tejidas con ochos y una funda para bolsa de agua de plumetí. Estaba feliz con la llegada de Santiaguito a quien veía como un ángel, símbolo de la fertilidad y de los buenos augurios. Sus manos pletóricas de amor abrazaban la fragilidad de esa llama con el dulzor de su lenguaje.

-¡Qué rubio es!

-Pues, es alemán como su padre.

El bebé parecía un mirlo, movía la boca con intenciones de repetir sonidos. Agustín llamó al párroco del pueblo para que oficiara el rito de la liturgia católica. Magdalena con un misal en las manos, como una sierva de Dios, quería, por un extraño presentimiento, bendecir a Santiago para que esté protegido de algún poder sobrenatural. Escuchaba merodear una especie de danza que llegaba con la tristeza de una lágrima. El prelado recogió las hostias y las redomas.

Magdalena miraba el mundo a través de una ojiva enorme que se iba achicando por el miedo. Ella era demasiado fuerte pero se sentía desprotegida; su esposo no tenía carácter y eso la debilitaba y la dejaba atrapada en un sitio sin fronteras. No tenía en quien apoyarse… Se veía niña con una familia sobre los hombros para alimentar, cuidar y educar. ¡Era demasiado! Esos ojos rubios la delataban, pero con un grito evadía las preocupaciones porque no le quedaba otra salida.



Por el camino a la granja, con Santiago en brazos, miró la soledad del campo y se le llenaron los ojos de lágrimas. Un hálito de lirios invadió los aromas.  El silencio le atravesó la piel con un golpe certero que la emocionó mucho a pesar de los rezongos de José Shalli, quien la llevaba en el auto.

El sol maduraba en los trigales con su himno de primavera. Era agridulce la sonrisa de Magdalena que se desdibujaba el escuchar los comentarios de su padre:

-Ese niño se puede enfermar por los fríos del invierno. En verano, debes hidratarlo. No lo cargues de ropa.

-Yo…-dijo Magdalena aburrida de tantos consejos. Se consideraba “vieja” para ser manipulada por un padre que tenía el mismo carácter que ella. Era obvio, que iban a pelear siempre porque eran incompatibles. Magdalena ya no aceptaba una palabra más.

En la intimidad del cuarto en sombras y frente a la cuna, ella sintió un escalofrío pero Santiaguito se reía tanto que la dejó sorda. Rosaura quería cambiarlo, Juan José lo miraba de lejos y Juan Waner ya tenía la comida preparada: pollo con legumbres y aceite de oliva. Estaba contento por primera vez en su vida por eso no entendía de dialectos raros y sentimientos escondidos porque él era muy transparente. Observaba los rubores del bebé que le parecía desvelado, tal vez, acongojado.



No hay comentarios:

Publicar un comentario